
J. Rodríguez, O. Salgueri y A. Sánchez
El anarquismo, más allá de cualquier acepción romántica, no puede entenderse como una ideología del pasado, pese a los continuos intentos de los discursos dominantes por fechar su desaparición en mayo de 1937 tras los “sucesos de la semana trágica” de Barcelona. Mientras que en España sobrevivió en la clandestinidad y en el exilio, en otros países iría cristalizando en algunos de los denominados nuevos movimientos sociales que irían desde el pacifismo y el antimilitarismo hasta los ecologismos y movimientos antidesarrollistas, pasando por los postfeminismos. Negar su extinción, claro está, no implica afirmar que el anarquismo hoy está en todas partes, como postula Nato Thompson, comisario de arte en Creative Time, al observar que el anarquismo se ha convertido en un estilo de vida y ha originado un tipo de personas que denomina anarchists lifestyle, distintos de los punks y los okupas de hace 20 años, y entre las que incluiría también los hipsters, en tanto que nueva generación urbana distinguida estéticamente como grupo con identidad propia, consumidora cultural fuera del mainstream, que monta en bici y participa en jardines comunitarios (Thompson, 2013: 53).
Fruto de la supervivencia marginal y a pesar de la merma intencionada del movimiento por la represión franquista y más tarde por los efectos de una memoria histórica interesada, el anarquismo en el Estado español sigue estando presente en distintos ámbitos de las luchas sociales. En el ámbito laboral, la centenaria Confederación Nacional del Trabajo, o CNT, aunque debilitada en lo que atañe al número de afiliaciones, ha acogido a una nueva generación de anarco-sindicalistas que siguen entendiendo la acción sindical y la autogestión obrera como instrumentos útiles en la emancipación del proletariado, y ahora también del precariado, cognitoriado y cuantos “-ados” permita la neo-lengua postmoderna. Junto a esta, se encuentra la Confederación General del Trabajo, o CGT, sindicato resultado de una escisión de la CNT y con tendencia libertaria. Además de en el pacifismo y el antimilitarismo, el anarquismo también cobró especial relevancia en el movimiento de insumisión; al igual que en el ecologismo, donde muchas de las luchas anti-desarrollistas más significativas de las décadas anteriores, como la del pantano de Itoiz, recuperaron el concepto del “deber de desobediencia civil” de Henry David Thoreau, exponente del anarco-individualismo estadounidense del siglo XIX (Casado da Rocha y Pérez, 1996). Además, a partir del 15-M y de otras luchas sociales posteriores que han surgido de este entorno, como los colectivos contra los desahucios, los grupos antirrepresivos o las cooperativas integrales, es común ver entre sus filas también a militantes libertarios, hombres y mujeres anarquistas sacando adelante proyectos políticos con mayor o menor éxito junto a otras personas afines de la misma o diversa ideología, pero con objetivos y modos de hacer comunes.
Mención aparte merece Internet, pues el número de páginas webs anarquistas es prácticamente incalculable y están alojadas en servidores de todo el planeta y en casi todos los idiomas. Desde archivos universitarios hasta páginas de contra-información, pasando por espacios de colectivos e individualidades de las más diversas escuelas y tradiciones libertarias. Síntoma de la pervivencia de un elemento clásico del anarquismo, la difusión cultural y la autogestión informativa, es que ahora en la red se han multiplicado exponencialmente el número de publicaciones y quizás también de lectores. Este sería un estupendo campo de estudio para la emergente etnografía virtual que también tendría cabida en una propuesta factible de epistemología anarquista contemporánea.
Pero es en el ámbito de la cultura y la razón crítica donde el anarquismo se ha desarrollado con mayor vitalidad: desde los ateneos libertarios hasta publicaciones periódicas dispares como las revistas Ekintza Zuzena, El Viejo Topo o Germinal. Revistas de Estudios Libertarios que se han mantenido durante décadas, pasando por editoriales como la Fundación Anselmo Lorenzo o LaMalatesta, distribuidoras alternativas y antiautoritarias, librerías, etc. Esto queda demostrado a partir del excelente inventario de Joël Delhom (2012) de libros, folletos, tesis y tesinas en castellano, catalán, gallego y francés (y algunas en alemán, inglés e italiano) sobre el anarquismo español entre 1990 y 2011; los resultados hablan por sí mismos: 464 entradas repartidas entre temáticas como guerra civil, resistencia antifranquista, cultura, educación, anarco-feminismo, sexualidad, etc. Este acerbo cultural, sin duda, ha sabido inseminar a parte de una sociedad española que pronto se atrincheraría en la profilaxis del pensamiento único.
La cuestión pendiente es entonces encontrar esos otros nuevos espacios y prácticas que podríamos denominar anarquistas y/o libertarios. Sin ser el interés de este texto, la controvertida distinción entre anarquista y libertario/a puede resultarnos útil en esta búsqueda. Entre los defensores de distinguir entre uno y otro término se encuentra Carlos Taibo, para quien el adjetivo anarquista “tiene una condición ideológico-doctrinal más fuerte que la que corresponde al adjetivo libertario”; por ejemplo, señala, “un anarquista es alguien que ha leído a Bakunin y a Kropotkin, y que se identifica con sus ideas”. Libertario, por su parte, “tiene un sentido más amplio, en la medida en que remite a la condición de muchas gentes que, anarquistas o no, apuestan por la asamblea, por la democracia directa y por la autogestión, y rechazan jerarquías y liderazgos” (Taibo, 2013). Es probablemente en esta segunda acepción donde podrían enmarcarse numerosas y diversas propuestas políticas que han emergido con intensidad en los últimos 20 años desde el pronunciamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en San Cristóbal de las Casas el 1 de enero de 1994. Bajo la amenaza de un capitalismo que se desmiembra por momentos, llevándonos al colapso, gana peso la propuesta libertaria que apuesta por una organización social desde abajo, la autogestión y la des-mercantilización de la vida cotidiana. Una propuesta a la que se han adherido, entre muchos otros, el activismo antiglobalización de las contra cumbres, los colectivos Food Not Bombs, las asambleas barriales y fabriles en la Argentina del cacerolazo de 2001, el 15-M en el Estado español, el Ocuppy movement norteamericano, los colectivos por el decrecimiento o los bancos del tiempo que están inspirados en la Cincinnati Time Store del anarquista norteamericano Josiah Warren.
En este orden de cosas, y siguiendo a Colin Ward, las ideas libertarias que más fuerza han cobrado desde la caída del muro de Berlín, pasando por el movimiento antiglobalización hasta los presentes Occupies e Indignados, son aquellas que hacen hincapié en la estructura de las organizaciones, ya sean movimientos sociales, ya sean colectivos, y formas de llevar a cabo las reivindicaciones, por ejemplo, la acción directa y la desobediencia (Ward, 2013), así como la denuncia del colapso anunciado de los Estados-nación en la mundialización político-económica. Como Manuel Castells señalaba en un artículo de opinión cuatro días después del asesinato de Carlo Giuliani en julio de 2001 en la contra-cumbre de Génova y refiriéndose a la pluralidad de integrante del movimiento antiglobalización: “Otros se declaran abiertamente anti-sistema, anticapitalistas desde luego, pero también anti-Estado, renovando los vínculos ideológicos con la tradición anarquista que, significativamente, entra en el siglo XXI con más fuerza vital que la tradición marxista, marcada por la práctica histórica del marxismo-leninismo en el siglo XX”.
[Tomado de “Una mirada libertaria a la investigación social”, artículo incluido en la compilación Miradas libertarias, texto que en versión completa está disponible en