La crisis del coronavirus y la amenaza del ecofascismo


Desde que se detectó en China hace meses el CoVid-19 (coronavirus) sabemos que éste es muy contagioso, que no alberga demasiado riesgo para la mayoría de la gente (el 80% de las contagiadas cursan síntomas leves) pero cuenta con una tasa de mortalidad considerable para gente vulnerable (personas de más de 60 años y/o con patologías previas). Asimismo, un porcentaje suficientemente alto de gente contagiada necesita cuidados intensivos como para saturar el sistema de salud estatal si se extiende de manera amplia.

Hay que frenar la curva. Fuente: The Lancet

Por eso, con la intención de ralentizar la tasa de contagios para evitar la ruptura del sistema (“frenar la curva” se llama), el Gobierno nos confinó a todas en nuestras casas, por Decreto, el pasado 14 de marzo y el ejército y la policía ocuparon las calles de las principales ciudades. Eso sí, manteniendo abiertos todos los puestos de trabajo (no vaya a ser que colapse la economía) que no fueran de cara al público y, por consiguiente, seguimos cruzándonos con muchas personas por la calle, en el metro y en el autobús, lo cual ha permitido una mayor propagación del virus de lo esperable.

La UME en Madrid. Fotografía de Álvaro Minguito (El Salto)

Lo que la crisis del coronavirus nos muestra sobre la salud de nuestro planeta

Tras unos días de encierro y reclusión, los medios han empezado a dar cuenta de algunas imágenes insólitas que se están dando en los epicentros turísticos del mundo: en los canales de Venecia discurre agua cristalina, se vislumbran algas bajo las góndolas y navegan peces y patos entre ellas; en la ciudad japonesa de Nara, los ciervos campan a sus anchas; en Oakland, hacen lo propio pavos reales; y se han avistado jabalíes por las calles de Barcelona.

Un estudio de la Universitat Politècnica de València indica que los niveles de dióxido de nitrógeno, indicadores para medir la contaminación, han descendido dramáticamente en las principales ciudades del Estado en los diez días que siguieron a la declaración del estado de alarma: un 83% en Barcelona, un 73% en Madrid y un 64% en València.

Otro estudio, desarrollado por la Società Italiana di Medicina Ambientale indica que la reducción de las emisiones no sólo es positiva en general para el medioambiente, sino incluso para evitar la propagación del virus, pues vincula la propia contaminación (concretamente, el polvo fino en el aire) como vector de propagación del contagio.

La transición a un modelo más sostenible

Estos datos evidencian que bajando el ritmo de producción a niveles más manejables, disminuyendo el consumo de lo innecesario, limitando el turismo destructivo, realizando únicamente los viajes que sean imprescindibles y acabando con la dañina competencia que rige nuestro sistema económico, las emisiones se reducen y nuestro planeta se convierte en un lugar mucho más habitable.

Situaciones como ésta parecen indicar que la transición hacia un modelo productivo con menor uso de recursos (fósiles y de cualquier tipo) es inevitable. La cuestión es cómo se llevará a cabo. Porque ganar la disyuntiva entre una transición liberadora (ecosocialismo) o una que aumente los grados de opresión y diferencias sociales (ecofascismo) parece que será el próximo gran reto de los movimientos sociales.

En la adaptación de la novela a serie de El Cuento de la Criada, la dictadura religioso-fascista de Gilead tiene, en parte, una justificación ecologista. Los comandantes presumen de haber reducido sus emisiones en un 78% en tres años y de tener un modelo de producción orgánica

No es la primera vez que hablamos de este tema. Hace cuatro años Carlos Taibo publicó Colapso: Capitalismo terminal, transición ecosocial, ecofascismo(Catarata, 2016), libro en el que teoriza acerca de la posibilidad de un colapso (entendido como un golpe fuerte que provoca la quiebra de las instituciones preexistentes, como lo podría ser una catástrofe climática) y las dos respuestas que se podrían dar: una transición socialmente justa y comunitaria por un lado, o el ecofascismo por otro, siendo esto último la imposición de restricciones severas por parte de un Estado fuerte y autoritario al que no le tiembla la mano a la hora de usar la violencia para mantener el equilibrio ambiental a cambio de perpetuar las diferencias sociales.

Esta segunda posibilidad, además, cuenta con importantes precedentes. En el mes de febrero reseñamos en este periódico el recomendable ensayo Ecofascismo: Lecciones de la experiencia alemana (Virus, 2019), en el que se recorre los estrechos vínculos entre el Tercer Reich y el mensaje ecologista.

La transición a un modelo más justo

Evidentemente, apostamos por una transición para salir de la emergencia climática que, a su vez, sea socialmente justa. Y no puede haber transición justa sin una transformación en el mundo del trabajo que asegure una reconversión que otorgue protagonismo a las clases trabajadoras, además de que tenga en cuenta los postulados antirracistas y feministas.

El mes pasado reseñamos en este medio el informe de Ecologistas en Acción titulado Sin Planeta No Hay Trabajo: Reflexiones sobre la emergencia climática y sus implicaciones laborales en el marco de una transición justa. Precisamente aborda todas las cuestiones de justicia social que hemos abordado, lo que hace que su importancia sea incluso mayor hoy que entonces.

Otras propuestas de justicia social las encontramos en campañas que han surgido en los últimos días para hacer frente a la crisis del CoVid-19. Una (impulsada por Sindicatos de Inquilinas, PAHs y asambleas populares y políticas) es la que busca la aprobación de un Plan de Choque Social, que defiende la sanidad universal frente a la exclusión sanitaria de personas extranjeras, destinar más ayudas económicas a trabajadoras, intervenir empresas privadas de gestión de servicios esenciales, prohibir los despidos, dotarnos de una renta básica universal, liberar a las personas presas vulnerables, suspender el pago de alquileres, hipotecas y suministros básicos, cerrar los CIEs y suspender la Ley de Extranjería, entre otras.

Otra campaña, conocida en redes como #SuspensiónAlquileres, defiende la suspensión del pago de las rentas del alquiler durante todo el estado de alarma y coquetea con la posibilidad de convocar una huelga de inquilinas si el Ejecutivo no adopta sus medidas (acto que cuenta con un importante precedente que se llevó a cabo en 1930).

El coronavirus no es una oportunidad

Como hemos dicho, la transición climática debe venir acompañada de una transformación del mundo del trabajo para ser justa. Por ello, la crisis del coronavirus que estamos viviendo quizás no sea el mejor ejemplo de decrecimiento y reducción de emisiones que se puede predicar. En unos meses, si no semanas, vamos a empezar a perder nuestros empleos y, con ellos, nuestras viviendas. Todo parece indicar que habrá miles de despidos (en parte, por la ausencia de medidas proteccionistas de clase trabajadora desarrolladas por el gobierno durante el estado de alarma) y pagar los alquileres se va a convertir en una tarea imposible. El resto, ya lo conocemos: recortes (de nuevo, en sanidad y educación), desahucios, etc.

Es un error estratégico, a la hora de intentar ganar la batalla cultural de que tenemos que vivir con menos, asociar la reducción de emisiones a corto plazo a una crisis económica, como también lo es asociar el decrecimiento a una crisis sanitaria grave que tanto dolor está provocando.

Por otro lado, tampoco conviene asociar la transición climática a la crisis del coronavirus por otra razón: después de que el 14 de marzo se decretara el estado de alarma, hemos vivido un repunte de autoritarismo que nos acerca más al ecofascismo que al ecosocialismo. Esto no puede ser el ejemplo de gestión de catástrofes que debemos defender. En menos de dos semanas nos han confinado en nuestras viviendas, el ejército patrulla las calles, los militares dan ruedas de prensa enalteciendo los valores castrenses y llamándonos “soldados”, el lenguaje bélico en la lucha contra el virus se ha normalizado, los drones circulan los aires, el gobierno ha ordenado geolocalizar nuestros móviles para estudiar nuestros comportamientos y se ha dotado de la capacidad para intervenir empresas de telecomunicaciones (estado de excepción digital), se han recortado los derechos de las personas presas, se han cerrado las fronteras, la policía ha detenido a 929 personas e impuesto más de 100.000 multas en una semana, hemos vivido situaciones en las que nuestras vecinas se asoman a la ventana para chivarse de quien se encuentra en la calle, insultan al infractor, aplauden a la policía y justifican la violencia policial (¿os acordáis de los buenos tiempos, en los que simplemente se negaba y no se celebraba?).

Por citar algunos ejemplos: en un artículo titulado «Justicieros de balcón en tiempos de cuarentena: ‘Me han insultado y deseado la muerte por salir con mi hijo con autismo’», la periodista Marta Borraz recoge distintos casos de gente que ha ido por la calle a trabajar, a cuidar de un familiar, o acompañando a un hijo con autismo que han sido increpadas, insultadas o denunciadas ante la policía.

Y ello por no hablar de las actitudes racistas que se están normalizando: Trump y Ortega Smith (Vox) se refieren al CoVid-19 como “virus chino”, y éste último asegura que sus “anticuerpos españoles” le salvarán; tanto SOS Racismo como Es Racismo denuncian un incremento de redadas racistas en Madrid, Bilbao y Barcelona; y Vox propone eliminar la sanidad a los extranjeros en situación irregular en estado de alarma (lo cual no es solo un atentado contra los derechos humanos, sino un peligro de salud pública).

Se está creando un caldo de cultivo de odio, militarismo y prefascismo que debemos combatir con pedagogía, un discurso antiautoritario y asambleario, oponiéndonos a la vigilancia digital permanente, recuperando movimientos populares horizontales como el 15-M y con propuestas de justicia social como las que hemos mencionado sobre estas líneas. Debemos huir del ejemplo del estado de alarma como modo de gestión y proponer la defensa de lo comunitario si pretendemos que la transición ecológica sea justa. Nos va, muy literalmente, la vida en ello.

FUENTE: TODO POR HACER

Ayuda mutua: ética anarquista en tiempos de coronavirus

ENRIQUE JAVIER DÍEZ GUTIÉRREZ / PÚBLICO

Personas con mascarilla en un vagón del metro de Madrid. REUTERS/Susana Vera

«Solo juntos lo conseguiremos». «Este virus lo paramos unidos». «Es el momento de ayudarnos unos a otros»… Todos y todas hemos oído este tipo de mensajes, que se han repetido, desde el inicio de la crisis del coronavirus.

¿Aprenderemos la lección una vez que pase la crisis?

En la escuela, «educar para cooperar» es un principio básico, que se ha venido planteando y proponiendo desde infantil hasta la Universidad (hasta que llegó la LOMCE, con su «competencia estrella» del emprendimiento neoliberal).

Pero ¿y el resto de la sociedad? ¿Educa para cooperar? Puesto que «para educar se necesita a toda la tribu», como ahora todo el mundo recuerda.

Lo cierto es que el mensaje que han recibido constantemente nuestros niños, niñas y jóvenes, ha sido, hasta ahora, el de la competencia individualista del modelo neoliberal. Un mantra ideológico, eje esencial del capitalismo. Un mantra constante y persistente que se repite en los medios de comunicación, se ensalza en el deporte, se induce en el trabajo, se insiste en la economía…

Sorprende este dogma tan extendido y difundido por la agenda mediática, política y económica, cuando los seres humanos preferimos cooperar a competir en nuestra vida diaria, especialmente cuando buscamos el bien común. Esto es lo que ha demostrado el estudio antropológico de la universidad de Oxford que ha encabezado titulares en todo el mundo por la universalidad de sus hallazgos[1].

Sorprende cuando incluso desde la biología, la prestigiosa académica Lynn Margullis, una de las principales figuras en el campo de la evolución biológica, muestra que todos los organismos mayores que las bacterias son, de manera intrínseca, comunidades. Cómo la tendencia es hacia el mutualismo y cómo «la vida no conquistó el planeta mediante combates, sino gracias a la cooperación»[2]. Cómo nuestra evolución no ha sido una competición continuada y sanguinaria entre individuos y especies. Sino que la vida conquistó el planeta no mediante combates, sino gracias a la cooperación. De hecho, los nuevos datos están descubriendo una naturaleza que cuestiona radicalmente la vieja biología: «de cooperación frente a competencia, de comunidades frente a individuos», como concluye Sandin[3]. La tendencia fundamental en la dinámica de la vida, de toda clase de vida, por lo tanto, es la simbiosis mutualista, la cooperación universal[4].

Estas investigaciones confirman lo que ha planteado uno de los grandes pensadores de la economía colaborativa: Kropotkin. Frente al darwinismo social, el anarquista ruso Kropotkin, demostraba que el apoyo mutuo, la cooperación, los mecanismos de solidaridad, el cuidado del otro y el compartir recursos son el fundamento de la evolución como especie del ser humano.

Esta realidad, que se nos vuelve obvia en momentos de crisis como ésta, contrasta con los principios y propuestas que rigen el núcleo y finalidad esencial del capitalismo neoliberal: el individualismo competitivo.

Apoyar al grupo, apoyarnos en la comunidad, contrasta con ese dogma de «libertad individual» al margen del bien común. La solidaridad, el no dejar a nadie atrás, choca con la competitividad que predica el neoliberalismo económico. El relato del «hombre» hecho a sí mismo, competitivo e individualista, que no le debe nada a nadie y que busca conseguir su «idea de éxito» para enriquecerse y olvidarse de las dificultades, suyas y de los demás. Mito difundido por el populismo empresarial norteamericano y que la ideología neoliberal y neoconservadora ha traducido en la escuela a través del mantra del emprendedor. Ideología que mantiene como dogma de fe esencial que la competencia por la riqueza y el poder es el único motor que mueve al ser humano.

Estamos comprendiendo, porque lo estamos comprobando y constatando con esta crisis, que esta ideología neoliberal, que reivindica regularnos mediante «la mano invisible del mercado» es una postverdad[5], una fábula, una invención que no tiene fundamento real. Que cuando vienen mal dadas, cuando nos jugamos lo vital y esencial de las sociedades, necesitamos el amparo del grupo, de la comunidad, de la solidaridad colectiva para superar las crisis.

Es entonces cuando nos lamentamos, tardíamente, de los recortes de miles de millones que se han hecho en la sanidad pública o en la educación pública. Nos arrepentimos de no haber invertido en suficientes residencias públicas de mayores (las privadas tienen como finalidad obtener beneficios). Nos damos cuenta del error que es no tener ya una banca pública que sostenga la economía y la inversión pública para generar nuevos empleos que sustituyan a los que los «temerosos mercados» van a destruir.

La ideología neoliberal siempre ha sido muy clara: aplicarse a sí mismos el capitalismo de «libre mercado» (subvencionado siempre) cuando obtienen beneficios, para repartírselos entre los accionistas. Pero reclamar el socialismo y la intervención del Estado para que se les rescate cuando tienen pérdidas (hemos rescatado a la banca con más de 60.000 millones de euros, a Florentino Pérez con el Castor, a las autopistas…). Es lo que hacen también ahora, con esta crisis. Aunque a algunos les sigue sorprendiendo todavía que estos «creyentes» exijan más medidas de rescate y de intervención del Estado, renegando de su fanático credo en el «libre mercado» y su «mano invisible».

A ver si aprendemos por fin. Y superamos el dogma neoliberal y el sistema económico capitalista y avanzamos hacia un sistema económico e ideológico basado en el bien común, la cooperación, la justicia social, la equidad y la solidaridad.

Esperemos que la salida de esta crisis sea «una oportunidad» para ello. Que el «solo juntos lo conseguiremos» no se olvide tras ella. Y que, después del coronavirus, haya un auténtico Pacto de Estado, consensuado por todos, que blinde y destine cantidades escandalosas de nuestros presupuestos a la Sanidad Pública, a la Educación Pública, a los Servicios Sociales Públicos, a las Pensiones Públicas… Que aprendamos de una vez por todas que el capitalismo y la ideología neoliberal que lo sostiene es tóxico para la especie y el planeta. Y que, sin ayuda mutua, sin cooperación, sin solidaridad y justicia social estamos abocados a la extinción como especie y como planeta.

NOTAS

[1] Scott Curry, O., Mullins, D. A., & Whitehouse, H. (2019). Is it good to cooperate? Current Anthropology60(1), 47-69.
[2] Margulis, L. et al. (2002). Una revolución en la evolución. Valencia: Universitat de Valéncia.
[3] Sandin, M. (2010). Pensando la evolución, pensando la vida. La biología más allá del darwinismo. Cauac: Nativa.
[4] Puche, P. (2019). Hacia una nueva antropología, en un contexto de simbiosis generalizado en el mundo de la vida. Papeles de relaciones ecosociales y cambio global, 147, 15-34.
[5] Vivero Pol, J.L. (2019). La España vacía está llena de bienes comunes. Papeles de relaciones ecosociales y cambio global, 147, 85-97.

Acracia y democracia: atando cabos

«Nada de lo que haya acontecido ha de darse por perdido para la historia»
Walter BenjaminEntre «acracia» y «democracia» discurre una larga historia de encuentros y desencuentros. En realidad, más de desavenencias que de connivencias (y no digamos ya de confluencias). Aunque ambos términos, nombres femeninos, tiene la misma raíz, en este caso el hábito no hace a la causa. El sufijo griego «kratia», equivalente a fuerza, autoridad o gobierno, compromete a los dos conceptos. Pero justamente a la inversa. Incorporado al prefijo «a», se traduce «sin gobierno», y precedido de «demos» significa «el gobierno del pueblo». En ese contexto sintáctico y epistemológico se ubica la tarea de explorar potenciales afinidades entre «acracia» y «democracia». Algo que, a priori y desde las categorías del presentismo dominante, viene ya de fábrica prejuzgado con vehemente hostilidad. La mala reputación de la voz «democracia», hoy asociada con el capitalismo en su formato de «neoliberal y/o representativa», inspira un negacionismo militante para buena parte de la izquierda, ya sea libertaria y/o autoritaria.

Lo de «acracia», como su más genérica «anarquía», definida por el geógrafo Eliseo Reclus como «la más alta expresión del orden», entraña otras opacidades. Se refiere, a pesar de la abundante polisemia que incorpora, a un sistema de organización de la sociedad (el «demos» ampliado de la antigüedad clásica) que prescinde del «gobierno» (del gobierno del Estado, con mayor precisión) para constituirse. Definición que adquiere perspectiva cognoscente si la enriquecemos en la comparativa con los otros dos sinónimos de «kratos» que mejor le cuadran: «autoridad» y «fuerza». Así cotejada, la «acracia» sería un modelo de convivencia que difumina la fuerza coactiva (otra vez, del aparato del Estado, que como sabemos desde Max Weber es el artefacto que ostenta la patente de su uso legítimo) y el principio de autoridad (nicho donde anida la servidumbre voluntaria) para definir su régimen. Lo que conlleva, desde su haz, a negar la necesidad de un orden vertical y jerárquico de arriba-abajo (descendente de menos a más), y, visto desde su envés, la confianza en la capacidad de autoorganización (regulación directa) de las personas para administrarse en común.

Recalcando lo de «en común», porque un «individuo» aislado (se me permitirá la redundancia) carece de vínculos, es como un náufrago a la deriva en la inmensidad de un océano estéril, sin eticidad. Como sostiene el filósofo Emmanuel Levinas «el ser no existe nunca en singular», una actualización de aquel «zoon politikón» de Aristóteles, que en Bakunin cristaliza en forma de solidaridad al enunciar su idea de libertad: «Soy libre solo cuando todos los seres humanos que me rodean son igualmente libres. La libertad de los demás, lejos de restringir o de negar mi libertad, es por el contrario su condición necesaria y su confirmación». Posicionamiento el del gran agitador ruso que pivota en las antípodas del positivismo jurídico que al modo de Isaiah Berlin discrimina (ojo a la curiosa semaforización maniquea) entre «libertades positivas» (las autorizadas desde y por el Poder) y «libertades negativas» (las que nacen de la propia autonomía de la persona en su interacción social). Lo que en la vida corriente se asimila con esa especie de reserva del derecho de admisión, sensu contrario, que predica «mi libertad termina donde comienza la libertad de los demás» y viceversa. Hoy declamada a la oriunda manera ultrapopulista «los nuestros, primero».

Hablamos ciertamente desde la profundidad de los tiempos en que las ideas ensamblaron palabras y cosas. En nuestro entorno cultural el término «acracia» apareció por primera vez en el Diccionario de la Lengua Castellana de D. M. Núñez de Taboada, editado en París en 1825. Por su parte, la voz «democracia» venía de antaño, mostrándose en letra impresa en el lejano 1607 a través del Tesoro de las Lenguas Francesa y Española, debido a Cesar Oudin. Como Napoleón ante las pirámides de Egipto, podemos decir que «muchos siglos les contemplan». Con todo y eso, ambas propuestas no son unívocas, tanto «acracia» como «democracia» están transidas por acepciones varias, que aplicadas a la política cotidiana derivan en tergiversaciones que se despliegan a gusto del consumidor.

Aunque en puridad anfibología «democracia» parece tener aristas inmarcesibles. El saber convencional admite como patrón que así denominamos a un sistema político basado en el «gobierno del pueblo». Incluso, y para mayor abundamiento, este registro se suele completar añadiendo el correlato que Abraham Lincoln universalizó en su discurso del 19 de noviembre de 1863 para conmemorar la batalla de Gettysburg: «el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo». Algo que recuerda a otro hecho de guerra, la oración fúnebre de Tucídides tras la derrota ante los espartanos donde apareció por primera vez la expresión «democracia». Aquí, pues, la clave, al contrario que en la «acracia», estaría en el calificativo «pueblo». ¿Quién compone el «pueblo»? ¿Es una estadística demográfica? ¿Cuáles son sus atributos? Sin recurrir a demasiados artificios ni sofisticaciones, parece lógico afirmar que el «pueblo» lo integra la mayoría de la población (activada o silente). Cuando no el sector de la población más desfavorecido y pobre, que por esa condición doliente suele ser la clase más numerosa. En la democracia así rotulada el poder de gestión lo detentarían los de abajo, el estamento con mayor base de la pirámide social. El laberinto del minotauro, no obstante, se complejiza aún más cuando se mimetiza en proyecciones espacio-temporales como «democracia burguesa», «democracias populares», donde el adjetivo coyuntural de-vora al sustantivo perenne.

Establecido y desarrollado este pautado, podemos entrever que entre «acracia» y «democracia» existe más que un aire de familia, por utilizar la conocida expresión, aunque ciertamente no puede hablarse de parentesco. El horizontalismo que implica el sesgo abajo-arriba (una casa no se empieza por el tejado sino por los cimientos), consignado en la «acracia», goza de parangón y proximidad con el gobierno de la mayoría que singulariza la «democracia», ambos términos idealmente considerados. Parece coherente, pues, deducir que si en democracia son los más los que deciden, nadie en particular manda. Justamente el espíritu que fecunda a la acracia. De ahí que, en un ejercicio que tiene mucho de experimental y proyectivo, hace tiempo me haya arriesgado a pensar la «acracia» y la «democracia» como realidades paralelas condenadas a entenderse, vasos comunicantes malgré lui, porque en ambas mana idéntico alfaguara. Atando cabos. Razón por la cual considero que cabría hablar de un híbrido llamado «demo-acracia», al que supondríamos una democratización de la acracia y una acratización (o anarquización, si mejor se quiere) de la democracia. Un ayuntamiento dúplex con lo mejor de cada microcosmos. Algo que podría servir para explorar nuevas posibilidades políticas cara al siglo XXI, superando las limitaciones de la «acracia» como opción de minorías escasamente representativas (el clásico sambenito de utópica) y rescatar valores de la democracia en cuanto a proveedor de participación política, más allá del anquilosamiento que supone su constante parasitación por los partidos y la cosificación del voto como valor de cambio.

Y vayamos del lado de las inclemencias. Lo que aquí y ahora aleja a la «acracia» de la «democracia» es que la primera se estructura y escalona confederalmente, bajo el signo de la acción directa y, causa y efecto a la vez de ese esquematismo en la intermediación, sin protagonismo de liderazgos inhibidores y jibarizantes de la propia autonomía. Mientras la segunda exige la prótesis de la representación entendida como delegación e, inherente a esa especie de cheque en blanco de los más hacia los menos, encarnado en la maximización y disciplinamiento de un tipo de paternalismo solo consentido en el universo infantil y en el operativo castrense. El simulacro de elección sobre el panel de listas cerradas y bloqueadas; el ascendente del partido sobre los representantes electos; el cortoplacismo gubernamental afecto en primera instancia a capitalizar rendimientos para el grupo político vencedor; y los barreras de salida levantadas para dificultar la expulsión de la función representativa a electos que han sobrevenido corruptos, fraudulentos o venales, son las señas de identidad del modelo de democracia realmente existente frente al ideal de democracia de proximidad anatemizado como irrealizable.

La generalización de las sociedades a escala, propias del desarrollismo demográfico y la masiva urbanización, se argumenta como razón de ser de esa mediación política. Y, a la inversa, como atavismo obsolescente, propio de etapas «prepolíticas», en el caso de la democracia vis a vis que se pregona del estereotipo ácrata. Pero es precisamente en esta encrucijada donde en la actualidad postmoderna refulge una cadena de valores compartidos. La creciente incapacidad del modelo vigente para atender la demanda de una sociedad organizada sobre vectores de libertad, igualdad, solidaridad, prosperidad y respeto de los derechos humanos, un formato que hurta la experiencia de autogobierno de las personas en favor de la profesionalización política, está ya en la diana del debate intelectual. Son muchos los sociólogos y politólogos que alertan sobre el proceso de destrucción de la democracia por su subordinación al capitalismo neoliberal, hasta el punto de producir auténticas mutaciones en su ecosistema. El caso de la China, megapotencia a la vez capitalista y comunista, sería el referente más capcioso. De ahí que estos expertos y teóricos estén desandando el camino de la heteronomía imperante, descubriendo un decrecimiento político (que conlleva otro similar económico) sobre los sillares de la «vieja» democracia directa inserta en la autorrealización individual y colectiva.

En ese plantel, cuya exposición rigurosa requeriría otras tribunas, encontramos opiniones sobre la desescalada de la democracia neoliberal, como la de André Blais, director del Centro de Investigación en Estudios Electorales en la universidad canadiense de Montreal («Hay que probar el sorteo, en pequeñas dosis, para elegir a nuestros representantes», o la de Christian Salmon, autor de Story telling y La era del enfrentamiento, un suma y sigue sobre la brecha abierta entre representantes y representados («Solo podemos contar con la entropía del propio sistema, con el hecho de que, llegado cierto punto, nos demos cuenta que resulta imposible comunicarnos»). Pero sobre todo son especialmente relevantes las aportaciones contenidas en dos obras de reciente publicación: Vida y muerte de la democracia, de John Keane, profesor de política en Sidney (Australia) y en el Wissenschaftszentrum de Berlín, y Demópolis, de Josiah Ober, catedrático de Clásicas, Teoría Política y Filosofía en Stanford (EE.UU.). A los efectos de nuestra exploración demo-acrática, del voluminoso trabajo donde Keane desarrolla el concepto de «democracia monitorizada» reseñamos lo que define como «regla número: tratar el re-cuerdo de las cosas pasadas de la democracia de manera tan vital como sus presentes y futuras» (pág. 850). De Ober su énfasis en repensar la teoría y la práctica de la democracia existente antes del liberalismo, cuando primaba el autogobierno colectivo, porque «[…] en la medida en que una sociedad democrática reduce la presión de la jerarquía del estatus y del control relacionada con la autocracia, se convierte, en general, en un elemento favorecedor para el bienestar humano» (pág.139).

La fructífera trabazón pasado-presente que consignan estos dos investigadores tiene también su huella en los anales del pensamiento anarquista. Desde un Pierre Josep Proudhon, el «padre» de la idea ácrata, que anunciando el contenido de su libro La capacidad política de la clase obrera, escrito en 1864, sentenció: «No encontrarán en él más que una sola idea: la Idea de la nueva democracia», hasta lo expresado más de un siglo después por un libertario no menos talentoso, el italiano Amedeo Bertolo, al identificar la anarquía como «una forma extrema de democracia».

Rafael Cid

Publicado originalmente en el periódico Rojo y Negro # 340, Madrid, diciembre 2019. Número completo accesible en http://rojoynegro.info/sites/default/files/rojoynegro%20340%20diciembre_0.pdf

Coronavirus y lucha de clases

Las grandes contradicciones sociales del capitalismo terminal están saliendo a flote con la crisis del coronavirus. Por ejemplo: podemos subrayar la actualidad absoluta del concepto de lucha de clases. Una lucha, entendida como conflicto, enfrentamiento y presiones y tensiones recurrentes, que se expresa directa y crudamente en los centros de trabajo a la hora de hacer cumplir las medidas de prevención básicas en los estratos más precarios, más desorganizados o, incluso, más estratégicos en estas circunstancias, de la fuerza de trabajo.

Durante esta pasada semana hemos visto cómo, en nuestras “democráticas” y “responsables empresas”, que se ufanan de estar siempre “preocupadas por la gobernanza y los criterios sociales de la Agenda 2030”, los jefes ordenan y se resguardan del virus, y los trabajadores ven cómo su salud no es más que un simple dato macroeconómico a valorar junto al coste monetario de geles, permisos o reducciones horarias. Hay varios ejemplos que lo ilustran.

En las grandes empresas del sector del telemárketing como Konecta, GSS Covisian y otras, en las que trabajan centenares de personas en gigantescas naves, hacinados y compartiendo en función de su turno todo tipo de materiales (auriculares, teclados de ordenador, micrófonos…), la lucha para conseguir que haya geles desinfectantes, que los equipos de trabajo sean de uso individual o que, simplemente, se limpien habitualmente los baños de los trabajadores, ha sido constante, y ha venido marcada por repetidos altibajos derivados de las contradictorias señales enviadas al entramado productivo por los poderes públicos, pese a haberse dado repetidos casos de positivos en coronavirus en las instalaciones, que han sido enfrentados por las empresas con el aislamiento de los trabajadores y la limpieza de los puestos adyacentes a los de los enfermos, y solo muy tardíamente con la implantación del teletrabajo.

En el transporte público, la puesta en marcha de medidas de prevención de la enfermedad para proteger la salud de trabajadores y usuarios ha venido marcada por la presión de las fuerzas sindicales más combativas. En el Metro de Madrid, solo tras la amenaza de la sección sindical de Solidaridad Obrera de convocar una huelga indefinida de 24 horas, la empresa se vio obligada —el viernes pasado—, a cumplir las recomendaciones sanitarias de la misma Comunidad de Madrid. En el Metro de Barcelona, solo tras la aprobación de un decreto de la Conselleria de la Generalitat correspondiente, la dirección acepta negociar con el Comité de Empresa la puesta en marcha de las medidas que está exigiendo la comunidad médica.

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El Salto

Coronavirus, agronegocios y estado de excepción

Coronavirus agronegocios

Mucho se dice sobre el coronavirus Covid-19, y sin embargo muy poco. Hay aspectos fundamentales que permanecen en la sombra. Quiero nombrar algunos de éstos, distintos pero complementarios.

El primero se refiere al perverso mecanismo del capitalismo de ocultar las verdaderas causas de los problemas para no hacer nada sobre ellas, porque afecta sus intereses, pero sí hacer negocios con la aparente cura de los síntomas. Mientras tanto, los estados gastan enormes recursos públicos en medidas de prevención, contención y tratamiento, que tampoco actúan sobre las causas, por lo que esta forma de enfrentar los problemas se transforma en negocio cautivo para las transnacionales, por ejemplo, con vacunas y medicamentos.

La referencia dominante a virus y bacterias es como si éstos fueran exclusivamente organismos nocivos que deben ser eliminados. Prima un enfoque de guerra, como en tantos otros aspectos de la relación del capitalismo con la naturaleza. Sin embargo, por su capacidad de saltar entre especies, virus y bacterias son parte fundamental de la coevolución y adaptación de los seres vivos, así como de sus equilibrios con el ambiente y de su salud, incluyendo a los humanos.

El Covid-19, que ahora ocupa titulares mundiales, es una cepa de la familia de los coronavirus, que provocan enfermedades respiratorias generalmente leves pero que pueden ser graves para un muy pequeño porcentaje de los afectados debido a su vulnerabilidad. Otras cepas de coronavirus causaron el síndrome respiratorio agudo severo (SARS, por sus siglas en inglés), considerado epidemia en Asia en 2003 pero desaparecido desde 2004, y el síndrome respiratorio agudo de Oriente Medio (MERS), prácticamente desaparecido. Al igual que el Covid-19, son virus que pueden estar presentes en animales y humanos, y como sucede con todos los virus, los organismos afectados tienden a desarrollar resistencia, lo cual genera, a su vez, que el virus mute nuevamente.

Hay consenso científico en que el origen de este nuevo virus –al igual que todos los que se han declarado o amenazado ser declarados como pandemia en años recientes, incluyendo la gripe aviar y la gripe porcina que se originó en México– es zoonótico. Es decir, proviene de animales y luego muta, afectando a humanos. En el caso de Covid-19 y SARS se presume que provino de murciélagos. Aunque se culpa al consumo de éstos en mercados asiáticos, en realidad el consumo de animales silvestres en forma tradicional y local no es el problema. El factor fundamental es la destrucción de los hábitats de las especies silvestres y la invasión de éstos por asentamientos urbanos y/o expansión de la agropecuaria industrial, con lo cual se crean situaciones propias para la mutación acelerada de los virus.

La verdadera fábrica sistemática de nuevos virus y bacterias que se transmiten a humanos es la cría industrial de animales, principalmente aves, cerdos y vacas. Más de 70 por ciento de antibióticos a escala global se usan para engorde o prevención de infecciones en animales no enfermos, lo cual ha producido un gravísimo problema de resistencia a los antibióticos, también para los humanos. La OMS llamó desde 2017 a que las industrias agropecuaria, piscicultora y alimentaria dejen de utilizar sistemáticamente antibióticos para estimular el crecimiento de animales sanos. A este caldo las grandes corporaciones agropecuarias y alimentarias le agregan dosis regulares de antivirales y pesticidas dentro de las mismas instalaciones.

No obstante, es más fácil y conveniente señalar unos cuantos murciélagos o civetas –a los que seguramente se ha destruido su hábitat natural– que cuestionar estas fábricas de enfermedades humanas y animales.

La amenaza de pandemia es también selectiva. Todas las enfermedades que se han considerado epidemias en las dos décadas recientes, incluso el Covid-19, han producido mucho menos muertos que enfermedades comunes, como la gripe –de la cual, según la OMS, mueren hasta 650 mil personas por año globalmente. No obstante, estas nuevas epidemias motivan medidas extremas de vigilancia y control.

Tal como plantea el filósofo italiano Giorgio Agamben, se afirma así la tendencia creciente a utilizar el estado de excepción como paradigma normal de gobierno.

Refiriéndose al caso del Covid-19 en Italia, Agamben señala que “el decreto-ley aprobado inmediatamente por el gobierno, por razones de salud y seguridad pública, da lugar a una verdadera militarización de los municipios y zonas en que se desconoce la fuente de transmisión, fórmula tan vaga que permite extender el estado excepción a todas la regiones. A esto, agrega Agamben, se suma el estado de miedo que se ha extendido en los últimos años en las conciencias de los individuos y que se traduce en una necesidad de estados de pánico colectivo, a los que la epidemia vuelve a ofrecer el pretexto ideal. Así, en un círculo vicioso perverso, la limitación de la libertad impuesta por los gobiernos es aceptada en nombre de un deseo de seguridad que ha sido inducido por los mismos gobiernos que ahora intervienen para satisfacerla (https://tinyurl.com/s5pua93).