La crisis del coronavirus y la amenaza del ecofascismo


Desde que se detectó en China hace meses el CoVid-19 (coronavirus) sabemos que éste es muy contagioso, que no alberga demasiado riesgo para la mayoría de la gente (el 80% de las contagiadas cursan síntomas leves) pero cuenta con una tasa de mortalidad considerable para gente vulnerable (personas de más de 60 años y/o con patologías previas). Asimismo, un porcentaje suficientemente alto de gente contagiada necesita cuidados intensivos como para saturar el sistema de salud estatal si se extiende de manera amplia.

Hay que frenar la curva. Fuente: The Lancet

Por eso, con la intención de ralentizar la tasa de contagios para evitar la ruptura del sistema (“frenar la curva” se llama), el Gobierno nos confinó a todas en nuestras casas, por Decreto, el pasado 14 de marzo y el ejército y la policía ocuparon las calles de las principales ciudades. Eso sí, manteniendo abiertos todos los puestos de trabajo (no vaya a ser que colapse la economía) que no fueran de cara al público y, por consiguiente, seguimos cruzándonos con muchas personas por la calle, en el metro y en el autobús, lo cual ha permitido una mayor propagación del virus de lo esperable.

La UME en Madrid. Fotografía de Álvaro Minguito (El Salto)

Lo que la crisis del coronavirus nos muestra sobre la salud de nuestro planeta

Tras unos días de encierro y reclusión, los medios han empezado a dar cuenta de algunas imágenes insólitas que se están dando en los epicentros turísticos del mundo: en los canales de Venecia discurre agua cristalina, se vislumbran algas bajo las góndolas y navegan peces y patos entre ellas; en la ciudad japonesa de Nara, los ciervos campan a sus anchas; en Oakland, hacen lo propio pavos reales; y se han avistado jabalíes por las calles de Barcelona.

Un estudio de la Universitat Politècnica de València indica que los niveles de dióxido de nitrógeno, indicadores para medir la contaminación, han descendido dramáticamente en las principales ciudades del Estado en los diez días que siguieron a la declaración del estado de alarma: un 83% en Barcelona, un 73% en Madrid y un 64% en València.

Otro estudio, desarrollado por la Società Italiana di Medicina Ambientale indica que la reducción de las emisiones no sólo es positiva en general para el medioambiente, sino incluso para evitar la propagación del virus, pues vincula la propia contaminación (concretamente, el polvo fino en el aire) como vector de propagación del contagio.

La transición a un modelo más sostenible

Estos datos evidencian que bajando el ritmo de producción a niveles más manejables, disminuyendo el consumo de lo innecesario, limitando el turismo destructivo, realizando únicamente los viajes que sean imprescindibles y acabando con la dañina competencia que rige nuestro sistema económico, las emisiones se reducen y nuestro planeta se convierte en un lugar mucho más habitable.

Situaciones como ésta parecen indicar que la transición hacia un modelo productivo con menor uso de recursos (fósiles y de cualquier tipo) es inevitable. La cuestión es cómo se llevará a cabo. Porque ganar la disyuntiva entre una transición liberadora (ecosocialismo) o una que aumente los grados de opresión y diferencias sociales (ecofascismo) parece que será el próximo gran reto de los movimientos sociales.

En la adaptación de la novela a serie de El Cuento de la Criada, la dictadura religioso-fascista de Gilead tiene, en parte, una justificación ecologista. Los comandantes presumen de haber reducido sus emisiones en un 78% en tres años y de tener un modelo de producción orgánica

No es la primera vez que hablamos de este tema. Hace cuatro años Carlos Taibo publicó Colapso: Capitalismo terminal, transición ecosocial, ecofascismo(Catarata, 2016), libro en el que teoriza acerca de la posibilidad de un colapso (entendido como un golpe fuerte que provoca la quiebra de las instituciones preexistentes, como lo podría ser una catástrofe climática) y las dos respuestas que se podrían dar: una transición socialmente justa y comunitaria por un lado, o el ecofascismo por otro, siendo esto último la imposición de restricciones severas por parte de un Estado fuerte y autoritario al que no le tiembla la mano a la hora de usar la violencia para mantener el equilibrio ambiental a cambio de perpetuar las diferencias sociales.

Esta segunda posibilidad, además, cuenta con importantes precedentes. En el mes de febrero reseñamos en este periódico el recomendable ensayo Ecofascismo: Lecciones de la experiencia alemana (Virus, 2019), en el que se recorre los estrechos vínculos entre el Tercer Reich y el mensaje ecologista.

La transición a un modelo más justo

Evidentemente, apostamos por una transición para salir de la emergencia climática que, a su vez, sea socialmente justa. Y no puede haber transición justa sin una transformación en el mundo del trabajo que asegure una reconversión que otorgue protagonismo a las clases trabajadoras, además de que tenga en cuenta los postulados antirracistas y feministas.

El mes pasado reseñamos en este medio el informe de Ecologistas en Acción titulado Sin Planeta No Hay Trabajo: Reflexiones sobre la emergencia climática y sus implicaciones laborales en el marco de una transición justa. Precisamente aborda todas las cuestiones de justicia social que hemos abordado, lo que hace que su importancia sea incluso mayor hoy que entonces.

Otras propuestas de justicia social las encontramos en campañas que han surgido en los últimos días para hacer frente a la crisis del CoVid-19. Una (impulsada por Sindicatos de Inquilinas, PAHs y asambleas populares y políticas) es la que busca la aprobación de un Plan de Choque Social, que defiende la sanidad universal frente a la exclusión sanitaria de personas extranjeras, destinar más ayudas económicas a trabajadoras, intervenir empresas privadas de gestión de servicios esenciales, prohibir los despidos, dotarnos de una renta básica universal, liberar a las personas presas vulnerables, suspender el pago de alquileres, hipotecas y suministros básicos, cerrar los CIEs y suspender la Ley de Extranjería, entre otras.

Otra campaña, conocida en redes como #SuspensiónAlquileres, defiende la suspensión del pago de las rentas del alquiler durante todo el estado de alarma y coquetea con la posibilidad de convocar una huelga de inquilinas si el Ejecutivo no adopta sus medidas (acto que cuenta con un importante precedente que se llevó a cabo en 1930).

El coronavirus no es una oportunidad

Como hemos dicho, la transición climática debe venir acompañada de una transformación del mundo del trabajo para ser justa. Por ello, la crisis del coronavirus que estamos viviendo quizás no sea el mejor ejemplo de decrecimiento y reducción de emisiones que se puede predicar. En unos meses, si no semanas, vamos a empezar a perder nuestros empleos y, con ellos, nuestras viviendas. Todo parece indicar que habrá miles de despidos (en parte, por la ausencia de medidas proteccionistas de clase trabajadora desarrolladas por el gobierno durante el estado de alarma) y pagar los alquileres se va a convertir en una tarea imposible. El resto, ya lo conocemos: recortes (de nuevo, en sanidad y educación), desahucios, etc.

Es un error estratégico, a la hora de intentar ganar la batalla cultural de que tenemos que vivir con menos, asociar la reducción de emisiones a corto plazo a una crisis económica, como también lo es asociar el decrecimiento a una crisis sanitaria grave que tanto dolor está provocando.

Por otro lado, tampoco conviene asociar la transición climática a la crisis del coronavirus por otra razón: después de que el 14 de marzo se decretara el estado de alarma, hemos vivido un repunte de autoritarismo que nos acerca más al ecofascismo que al ecosocialismo. Esto no puede ser el ejemplo de gestión de catástrofes que debemos defender. En menos de dos semanas nos han confinado en nuestras viviendas, el ejército patrulla las calles, los militares dan ruedas de prensa enalteciendo los valores castrenses y llamándonos “soldados”, el lenguaje bélico en la lucha contra el virus se ha normalizado, los drones circulan los aires, el gobierno ha ordenado geolocalizar nuestros móviles para estudiar nuestros comportamientos y se ha dotado de la capacidad para intervenir empresas de telecomunicaciones (estado de excepción digital), se han recortado los derechos de las personas presas, se han cerrado las fronteras, la policía ha detenido a 929 personas e impuesto más de 100.000 multas en una semana, hemos vivido situaciones en las que nuestras vecinas se asoman a la ventana para chivarse de quien se encuentra en la calle, insultan al infractor, aplauden a la policía y justifican la violencia policial (¿os acordáis de los buenos tiempos, en los que simplemente se negaba y no se celebraba?).

Por citar algunos ejemplos: en un artículo titulado «Justicieros de balcón en tiempos de cuarentena: ‘Me han insultado y deseado la muerte por salir con mi hijo con autismo’», la periodista Marta Borraz recoge distintos casos de gente que ha ido por la calle a trabajar, a cuidar de un familiar, o acompañando a un hijo con autismo que han sido increpadas, insultadas o denunciadas ante la policía.

Y ello por no hablar de las actitudes racistas que se están normalizando: Trump y Ortega Smith (Vox) se refieren al CoVid-19 como “virus chino”, y éste último asegura que sus “anticuerpos españoles” le salvarán; tanto SOS Racismo como Es Racismo denuncian un incremento de redadas racistas en Madrid, Bilbao y Barcelona; y Vox propone eliminar la sanidad a los extranjeros en situación irregular en estado de alarma (lo cual no es solo un atentado contra los derechos humanos, sino un peligro de salud pública).

Se está creando un caldo de cultivo de odio, militarismo y prefascismo que debemos combatir con pedagogía, un discurso antiautoritario y asambleario, oponiéndonos a la vigilancia digital permanente, recuperando movimientos populares horizontales como el 15-M y con propuestas de justicia social como las que hemos mencionado sobre estas líneas. Debemos huir del ejemplo del estado de alarma como modo de gestión y proponer la defensa de lo comunitario si pretendemos que la transición ecológica sea justa. Nos va, muy literalmente, la vida en ello.

FUENTE: TODO POR HACER

Ayuda mutua: ética anarquista en tiempos de coronavirus

ENRIQUE JAVIER DÍEZ GUTIÉRREZ / PÚBLICO

Personas con mascarilla en un vagón del metro de Madrid. REUTERS/Susana Vera

«Solo juntos lo conseguiremos». «Este virus lo paramos unidos». «Es el momento de ayudarnos unos a otros»… Todos y todas hemos oído este tipo de mensajes, que se han repetido, desde el inicio de la crisis del coronavirus.

¿Aprenderemos la lección una vez que pase la crisis?

En la escuela, «educar para cooperar» es un principio básico, que se ha venido planteando y proponiendo desde infantil hasta la Universidad (hasta que llegó la LOMCE, con su «competencia estrella» del emprendimiento neoliberal).

Pero ¿y el resto de la sociedad? ¿Educa para cooperar? Puesto que «para educar se necesita a toda la tribu», como ahora todo el mundo recuerda.

Lo cierto es que el mensaje que han recibido constantemente nuestros niños, niñas y jóvenes, ha sido, hasta ahora, el de la competencia individualista del modelo neoliberal. Un mantra ideológico, eje esencial del capitalismo. Un mantra constante y persistente que se repite en los medios de comunicación, se ensalza en el deporte, se induce en el trabajo, se insiste en la economía…

Sorprende este dogma tan extendido y difundido por la agenda mediática, política y económica, cuando los seres humanos preferimos cooperar a competir en nuestra vida diaria, especialmente cuando buscamos el bien común. Esto es lo que ha demostrado el estudio antropológico de la universidad de Oxford que ha encabezado titulares en todo el mundo por la universalidad de sus hallazgos[1].

Sorprende cuando incluso desde la biología, la prestigiosa académica Lynn Margullis, una de las principales figuras en el campo de la evolución biológica, muestra que todos los organismos mayores que las bacterias son, de manera intrínseca, comunidades. Cómo la tendencia es hacia el mutualismo y cómo «la vida no conquistó el planeta mediante combates, sino gracias a la cooperación»[2]. Cómo nuestra evolución no ha sido una competición continuada y sanguinaria entre individuos y especies. Sino que la vida conquistó el planeta no mediante combates, sino gracias a la cooperación. De hecho, los nuevos datos están descubriendo una naturaleza que cuestiona radicalmente la vieja biología: «de cooperación frente a competencia, de comunidades frente a individuos», como concluye Sandin[3]. La tendencia fundamental en la dinámica de la vida, de toda clase de vida, por lo tanto, es la simbiosis mutualista, la cooperación universal[4].

Estas investigaciones confirman lo que ha planteado uno de los grandes pensadores de la economía colaborativa: Kropotkin. Frente al darwinismo social, el anarquista ruso Kropotkin, demostraba que el apoyo mutuo, la cooperación, los mecanismos de solidaridad, el cuidado del otro y el compartir recursos son el fundamento de la evolución como especie del ser humano.

Esta realidad, que se nos vuelve obvia en momentos de crisis como ésta, contrasta con los principios y propuestas que rigen el núcleo y finalidad esencial del capitalismo neoliberal: el individualismo competitivo.

Apoyar al grupo, apoyarnos en la comunidad, contrasta con ese dogma de «libertad individual» al margen del bien común. La solidaridad, el no dejar a nadie atrás, choca con la competitividad que predica el neoliberalismo económico. El relato del «hombre» hecho a sí mismo, competitivo e individualista, que no le debe nada a nadie y que busca conseguir su «idea de éxito» para enriquecerse y olvidarse de las dificultades, suyas y de los demás. Mito difundido por el populismo empresarial norteamericano y que la ideología neoliberal y neoconservadora ha traducido en la escuela a través del mantra del emprendedor. Ideología que mantiene como dogma de fe esencial que la competencia por la riqueza y el poder es el único motor que mueve al ser humano.

Estamos comprendiendo, porque lo estamos comprobando y constatando con esta crisis, que esta ideología neoliberal, que reivindica regularnos mediante «la mano invisible del mercado» es una postverdad[5], una fábula, una invención que no tiene fundamento real. Que cuando vienen mal dadas, cuando nos jugamos lo vital y esencial de las sociedades, necesitamos el amparo del grupo, de la comunidad, de la solidaridad colectiva para superar las crisis.

Es entonces cuando nos lamentamos, tardíamente, de los recortes de miles de millones que se han hecho en la sanidad pública o en la educación pública. Nos arrepentimos de no haber invertido en suficientes residencias públicas de mayores (las privadas tienen como finalidad obtener beneficios). Nos damos cuenta del error que es no tener ya una banca pública que sostenga la economía y la inversión pública para generar nuevos empleos que sustituyan a los que los «temerosos mercados» van a destruir.

La ideología neoliberal siempre ha sido muy clara: aplicarse a sí mismos el capitalismo de «libre mercado» (subvencionado siempre) cuando obtienen beneficios, para repartírselos entre los accionistas. Pero reclamar el socialismo y la intervención del Estado para que se les rescate cuando tienen pérdidas (hemos rescatado a la banca con más de 60.000 millones de euros, a Florentino Pérez con el Castor, a las autopistas…). Es lo que hacen también ahora, con esta crisis. Aunque a algunos les sigue sorprendiendo todavía que estos «creyentes» exijan más medidas de rescate y de intervención del Estado, renegando de su fanático credo en el «libre mercado» y su «mano invisible».

A ver si aprendemos por fin. Y superamos el dogma neoliberal y el sistema económico capitalista y avanzamos hacia un sistema económico e ideológico basado en el bien común, la cooperación, la justicia social, la equidad y la solidaridad.

Esperemos que la salida de esta crisis sea «una oportunidad» para ello. Que el «solo juntos lo conseguiremos» no se olvide tras ella. Y que, después del coronavirus, haya un auténtico Pacto de Estado, consensuado por todos, que blinde y destine cantidades escandalosas de nuestros presupuestos a la Sanidad Pública, a la Educación Pública, a los Servicios Sociales Públicos, a las Pensiones Públicas… Que aprendamos de una vez por todas que el capitalismo y la ideología neoliberal que lo sostiene es tóxico para la especie y el planeta. Y que, sin ayuda mutua, sin cooperación, sin solidaridad y justicia social estamos abocados a la extinción como especie y como planeta.

NOTAS

[1] Scott Curry, O., Mullins, D. A., & Whitehouse, H. (2019). Is it good to cooperate? Current Anthropology60(1), 47-69.
[2] Margulis, L. et al. (2002). Una revolución en la evolución. Valencia: Universitat de Valéncia.
[3] Sandin, M. (2010). Pensando la evolución, pensando la vida. La biología más allá del darwinismo. Cauac: Nativa.
[4] Puche, P. (2019). Hacia una nueva antropología, en un contexto de simbiosis generalizado en el mundo de la vida. Papeles de relaciones ecosociales y cambio global, 147, 15-34.
[5] Vivero Pol, J.L. (2019). La España vacía está llena de bienes comunes. Papeles de relaciones ecosociales y cambio global, 147, 85-97.

Coronavirus, agronegocios y estado de excepción

Coronavirus agronegocios

Mucho se dice sobre el coronavirus Covid-19, y sin embargo muy poco. Hay aspectos fundamentales que permanecen en la sombra. Quiero nombrar algunos de éstos, distintos pero complementarios.

El primero se refiere al perverso mecanismo del capitalismo de ocultar las verdaderas causas de los problemas para no hacer nada sobre ellas, porque afecta sus intereses, pero sí hacer negocios con la aparente cura de los síntomas. Mientras tanto, los estados gastan enormes recursos públicos en medidas de prevención, contención y tratamiento, que tampoco actúan sobre las causas, por lo que esta forma de enfrentar los problemas se transforma en negocio cautivo para las transnacionales, por ejemplo, con vacunas y medicamentos.

La referencia dominante a virus y bacterias es como si éstos fueran exclusivamente organismos nocivos que deben ser eliminados. Prima un enfoque de guerra, como en tantos otros aspectos de la relación del capitalismo con la naturaleza. Sin embargo, por su capacidad de saltar entre especies, virus y bacterias son parte fundamental de la coevolución y adaptación de los seres vivos, así como de sus equilibrios con el ambiente y de su salud, incluyendo a los humanos.

El Covid-19, que ahora ocupa titulares mundiales, es una cepa de la familia de los coronavirus, que provocan enfermedades respiratorias generalmente leves pero que pueden ser graves para un muy pequeño porcentaje de los afectados debido a su vulnerabilidad. Otras cepas de coronavirus causaron el síndrome respiratorio agudo severo (SARS, por sus siglas en inglés), considerado epidemia en Asia en 2003 pero desaparecido desde 2004, y el síndrome respiratorio agudo de Oriente Medio (MERS), prácticamente desaparecido. Al igual que el Covid-19, son virus que pueden estar presentes en animales y humanos, y como sucede con todos los virus, los organismos afectados tienden a desarrollar resistencia, lo cual genera, a su vez, que el virus mute nuevamente.

Hay consenso científico en que el origen de este nuevo virus –al igual que todos los que se han declarado o amenazado ser declarados como pandemia en años recientes, incluyendo la gripe aviar y la gripe porcina que se originó en México– es zoonótico. Es decir, proviene de animales y luego muta, afectando a humanos. En el caso de Covid-19 y SARS se presume que provino de murciélagos. Aunque se culpa al consumo de éstos en mercados asiáticos, en realidad el consumo de animales silvestres en forma tradicional y local no es el problema. El factor fundamental es la destrucción de los hábitats de las especies silvestres y la invasión de éstos por asentamientos urbanos y/o expansión de la agropecuaria industrial, con lo cual se crean situaciones propias para la mutación acelerada de los virus.

La verdadera fábrica sistemática de nuevos virus y bacterias que se transmiten a humanos es la cría industrial de animales, principalmente aves, cerdos y vacas. Más de 70 por ciento de antibióticos a escala global se usan para engorde o prevención de infecciones en animales no enfermos, lo cual ha producido un gravísimo problema de resistencia a los antibióticos, también para los humanos. La OMS llamó desde 2017 a que las industrias agropecuaria, piscicultora y alimentaria dejen de utilizar sistemáticamente antibióticos para estimular el crecimiento de animales sanos. A este caldo las grandes corporaciones agropecuarias y alimentarias le agregan dosis regulares de antivirales y pesticidas dentro de las mismas instalaciones.

No obstante, es más fácil y conveniente señalar unos cuantos murciélagos o civetas –a los que seguramente se ha destruido su hábitat natural– que cuestionar estas fábricas de enfermedades humanas y animales.

La amenaza de pandemia es también selectiva. Todas las enfermedades que se han considerado epidemias en las dos décadas recientes, incluso el Covid-19, han producido mucho menos muertos que enfermedades comunes, como la gripe –de la cual, según la OMS, mueren hasta 650 mil personas por año globalmente. No obstante, estas nuevas epidemias motivan medidas extremas de vigilancia y control.

Tal como plantea el filósofo italiano Giorgio Agamben, se afirma así la tendencia creciente a utilizar el estado de excepción como paradigma normal de gobierno.

Refiriéndose al caso del Covid-19 en Italia, Agamben señala que “el decreto-ley aprobado inmediatamente por el gobierno, por razones de salud y seguridad pública, da lugar a una verdadera militarización de los municipios y zonas en que se desconoce la fuente de transmisión, fórmula tan vaga que permite extender el estado excepción a todas la regiones. A esto, agrega Agamben, se suma el estado de miedo que se ha extendido en los últimos años en las conciencias de los individuos y que se traduce en una necesidad de estados de pánico colectivo, a los que la epidemia vuelve a ofrecer el pretexto ideal. Así, en un círculo vicioso perverso, la limitación de la libertad impuesta por los gobiernos es aceptada en nombre de un deseo de seguridad que ha sido inducido por los mismos gobiernos que ahora intervienen para satisfacerla (https://tinyurl.com/s5pua93).

Autogestión y ciudad

El día 26 de enero de 2020 se hizo público el Manifiesto REMA (Red de Espacios de Madrid Autogestionados) en una concentración ciudadana, reivindicativa y festiva a la vez, celebrada en el simbólico Solar Maravillas. (El País, 30 de enero de 2020).

Un vacío en el corazón de la ciudad tras el derribo por el Ayuntamiento del edificio que lo ocupaba con la promesa, nunca cumplida, de construir un centro de salud, demandado por los vecinos. Un vacío olvidado durante años y cedido al fin al Patio Maravillas que, durante una década, ha transformado un espacio residual en un centro de actividades culturales, lúdicas, convivenciales, sociales en su más amplio sentido.

Un centro de vida colectiva hoy amenazado de desalojo por el Ayuntamiento cumpliendo la siniestra, casi vengativa y, en todo caso, insensible e inculta orden del alcalde, que así hace efectiva su consigna “tolerancia cero con los okupas”, proclamada tras el desalojo de La Ingobernable. Una orden que demuestra una vez más la ceguera política y la insensibilidad social del gobierno del PP y C’s, con el apoyo de  Vox, ya que esta acción supone no reconocer la capacidad de organización ciudadana, incluido el movimiento okupa. Ceguera que impide descubrir y apoyar la potencialidad de la ciudadanía organizada como soporte y legitimación del buen gobierno de la ciudad.

Una  vez más la derecha rapta la voz de los ciudadanos y se refugia en el poder de la póliza y la burocracia administrativa, puesta al servicio de intereses ajenos, cuando no contrarios, al sentir, las demandas y los sueños de una mayoría de los  madrileños. La mayoría de aquellos que sienten la necesidad de hacer ciudad con los ciudadanos y no con bancos, promotores inmobiliarios o fondos de inversión. Todo ello bajo el mandato de un mercado desregulado inspirado por la ideología dominante del pensamiento único, impuesto por un capitalismo depredador de los bienes comunes. Bienes físicos, culturales, patrimoniales que constituyen el auténtico espíritu de la ciudad.

La consolidación de una amplia red de organizaciones ciudadanas, con un sólido entramado, constituye una última trinchera contra la violencia y la injusticia del poderoso mercado.

Los que hoy suscriben el Manifiesto REMA pertenecen a ese grupo de ciudadanos que no se doblega ante la inmoral sentencia, hecha ley por Margaret Thatcher, de “There Is Not Alternative”. Ciudadanos insumisos pero responsables, antisistema por convicción, llegando si es necesario a “una legítima desobediencia civil como forma de expresión colectiva del derecho a la ciudad”.

Las instituciones, los gobiernos municipales (también el regional y el estatal) responden con violencia y miedo, negando la legitimidad de estas organizaciones ciudadanas. Un miedo visceral a la democracia directa ejercida por los “espacios autogestionados”, como forma imprescindible para un eficaz y equitativo gobierno de la ciudad. Para entender y dar soluciones reales a las auténticas necesidades y aspiraciones de la ciudadanía se necesita la corresponsabilidad y complementariedad entre las administraciones y los ciudadanos organizados. Nuestro Ayuntamiento debe entender que los espacios autogestionados son aliados y no enemigos.

Los espacios autogestionados que han suscrito el Manifiesto REMA tienen en su haber una larga experiencia, en la que han demostrado su capacidad de construir auténticos equipamientos sociales, desde los que ofrecer una amplia panoplia de actividades docentes, lúdicas, culturales y convivenciales, más allá de las ya reglamentadas por las administraciones públicas. Toda una riqueza de otra cultura, heterodoxa si se quiere, pero más vital que la oficial, añadiendo riqueza y diversidad a la vida de la ciudad.

No cabe en la dimensión de un artículo dar cuenta de las muchas virtudes que acompañan a la larga lista de actuaciones llevadas a cabo, contra viento y marea (quiero decir, contra la cerrazón municipal), sin apenas apoyo, cuando no la dura hostilidad de nuestro Ayuntamiento. Cabe solo señalar como conquistas ciudadanas: el rescate de edificios y espacios comunes de las garras de los especuladores, que cuentan con la inacción, cuando no la connivencia, de los poderes públicos; la revitalización de edificios y espacios comunes abandonados, en espera de una revalorización inmobiliaria; la lucha contra el despilfarro inmobiliario, dando vida nueva a edificios vacíos y olvidados, evitando su derribo indiscriminado. En definitiva, descubriendo potencialidades físicas y sociales que la ciudad ofrece cuando se pisa la calle con proximidad e interés en la búsqueda de espacios de vida en común.

En última instancia, el Manifiesto de REMA puede considerarse utópico, ya que en él se condensan un conjunto amplio de utopías necesarias, múltiples, no dogmáticas ni mesiánicas. Utopías posibles que hay que mantener vivas y renovadas en el tiempo, porque con su defensa se afirma la dignidad de los ciudadanos que se niegan al pesimismo, al miedo y a la resignación. Utopías parciales, pero todas ellas guiadas por tres palabras revolucionarias: libertad, igualdad y solidaridad. Solidaridad con nuestros semejantes y con nuestro maltrecho planeta.

La consolidación de una amplia red de organizaciones ciudadanas, con un sólido entramado, constituye una última trinchera contra la violencia y la injusticia del poderoso mercado. Defensa más necesaria cuando nuestros gobiernos, en lugar de defender los derechos y aspiraciones de los ciudadanos, se convierten en aliados de especuladores que pretenden hacer de la ciudad una mercancía, apropiándose de los espacios y bienes comunes.

Como se afirma en las últimas líneas del Manifiesto, “defendamos colectivamente estos espacios y, en consecuencia, el derecho a construir en conjunto una ciudad mejor. Sigamos tejiendo sueños para demostrar que otro mundo es posible”.

Palabras que suscribo y con ello me hago cómplice solidario de REMA.

EPÍLOGO. De 2020 a 1970

Un amplio movimiento social en defensa del derecho a la ciudad ha emergido en los últimos años y está consolidándose en los distintos barrios de Madrid con la presencia múltiple de las asociaciones autogestionadas, que con sus reivindicaciones, propuesta anhelos están dibujando un nuevo mapa físico y social de la ciudad.

Un renacer asociativo que me retrotrae al heroico movimiento vecinal de los años setenta, con los matices que las distintas condiciones políticas, económicas y culturales exigen.

Años aquellos del tardofranquismo represivo e injusto en los que las diversas Asociaciones Vecinales (AAVV), desde Hortaleza a El Pozo, desde Tetuán a Orcasitas, junto con los sindicatos, supieron luchar y conquistar espacios donde habitar con mayor dignidad y libertad, pagando por ello un alto precio en muchos casos.

Por ello recuerdo con emoción aquel bullir de proclamas, gritos y manifestaciones encabezadas por pancartas en las que aparecían indisolublemente unidas las palabras “por una vivienda digna” y “amnistía y libertad”. Un gran movimiento sociopolítico, como lo son y deben ser las asociaciones autogestionadas que han suscrito este magnífico Manifiesto.

https://www.nuevatribuna.es/opinion/eduardo-mangada/autogestion-y-ciudad/20200203100520170713.amp.html