Ayuda mutua: ética anarquista en tiempos de coronavirus

ENRIQUE JAVIER DÍEZ GUTIÉRREZ / PÚBLICO

Personas con mascarilla en un vagón del metro de Madrid. REUTERS/Susana Vera

«Solo juntos lo conseguiremos». «Este virus lo paramos unidos». «Es el momento de ayudarnos unos a otros»… Todos y todas hemos oído este tipo de mensajes, que se han repetido, desde el inicio de la crisis del coronavirus.

¿Aprenderemos la lección una vez que pase la crisis?

En la escuela, «educar para cooperar» es un principio básico, que se ha venido planteando y proponiendo desde infantil hasta la Universidad (hasta que llegó la LOMCE, con su «competencia estrella» del emprendimiento neoliberal).

Pero ¿y el resto de la sociedad? ¿Educa para cooperar? Puesto que «para educar se necesita a toda la tribu», como ahora todo el mundo recuerda.

Lo cierto es que el mensaje que han recibido constantemente nuestros niños, niñas y jóvenes, ha sido, hasta ahora, el de la competencia individualista del modelo neoliberal. Un mantra ideológico, eje esencial del capitalismo. Un mantra constante y persistente que se repite en los medios de comunicación, se ensalza en el deporte, se induce en el trabajo, se insiste en la economía…

Sorprende este dogma tan extendido y difundido por la agenda mediática, política y económica, cuando los seres humanos preferimos cooperar a competir en nuestra vida diaria, especialmente cuando buscamos el bien común. Esto es lo que ha demostrado el estudio antropológico de la universidad de Oxford que ha encabezado titulares en todo el mundo por la universalidad de sus hallazgos[1].

Sorprende cuando incluso desde la biología, la prestigiosa académica Lynn Margullis, una de las principales figuras en el campo de la evolución biológica, muestra que todos los organismos mayores que las bacterias son, de manera intrínseca, comunidades. Cómo la tendencia es hacia el mutualismo y cómo «la vida no conquistó el planeta mediante combates, sino gracias a la cooperación»[2]. Cómo nuestra evolución no ha sido una competición continuada y sanguinaria entre individuos y especies. Sino que la vida conquistó el planeta no mediante combates, sino gracias a la cooperación. De hecho, los nuevos datos están descubriendo una naturaleza que cuestiona radicalmente la vieja biología: «de cooperación frente a competencia, de comunidades frente a individuos», como concluye Sandin[3]. La tendencia fundamental en la dinámica de la vida, de toda clase de vida, por lo tanto, es la simbiosis mutualista, la cooperación universal[4].

Estas investigaciones confirman lo que ha planteado uno de los grandes pensadores de la economía colaborativa: Kropotkin. Frente al darwinismo social, el anarquista ruso Kropotkin, demostraba que el apoyo mutuo, la cooperación, los mecanismos de solidaridad, el cuidado del otro y el compartir recursos son el fundamento de la evolución como especie del ser humano.

Esta realidad, que se nos vuelve obvia en momentos de crisis como ésta, contrasta con los principios y propuestas que rigen el núcleo y finalidad esencial del capitalismo neoliberal: el individualismo competitivo.

Apoyar al grupo, apoyarnos en la comunidad, contrasta con ese dogma de «libertad individual» al margen del bien común. La solidaridad, el no dejar a nadie atrás, choca con la competitividad que predica el neoliberalismo económico. El relato del «hombre» hecho a sí mismo, competitivo e individualista, que no le debe nada a nadie y que busca conseguir su «idea de éxito» para enriquecerse y olvidarse de las dificultades, suyas y de los demás. Mito difundido por el populismo empresarial norteamericano y que la ideología neoliberal y neoconservadora ha traducido en la escuela a través del mantra del emprendedor. Ideología que mantiene como dogma de fe esencial que la competencia por la riqueza y el poder es el único motor que mueve al ser humano.

Estamos comprendiendo, porque lo estamos comprobando y constatando con esta crisis, que esta ideología neoliberal, que reivindica regularnos mediante «la mano invisible del mercado» es una postverdad[5], una fábula, una invención que no tiene fundamento real. Que cuando vienen mal dadas, cuando nos jugamos lo vital y esencial de las sociedades, necesitamos el amparo del grupo, de la comunidad, de la solidaridad colectiva para superar las crisis.

Es entonces cuando nos lamentamos, tardíamente, de los recortes de miles de millones que se han hecho en la sanidad pública o en la educación pública. Nos arrepentimos de no haber invertido en suficientes residencias públicas de mayores (las privadas tienen como finalidad obtener beneficios). Nos damos cuenta del error que es no tener ya una banca pública que sostenga la economía y la inversión pública para generar nuevos empleos que sustituyan a los que los «temerosos mercados» van a destruir.

La ideología neoliberal siempre ha sido muy clara: aplicarse a sí mismos el capitalismo de «libre mercado» (subvencionado siempre) cuando obtienen beneficios, para repartírselos entre los accionistas. Pero reclamar el socialismo y la intervención del Estado para que se les rescate cuando tienen pérdidas (hemos rescatado a la banca con más de 60.000 millones de euros, a Florentino Pérez con el Castor, a las autopistas…). Es lo que hacen también ahora, con esta crisis. Aunque a algunos les sigue sorprendiendo todavía que estos «creyentes» exijan más medidas de rescate y de intervención del Estado, renegando de su fanático credo en el «libre mercado» y su «mano invisible».

A ver si aprendemos por fin. Y superamos el dogma neoliberal y el sistema económico capitalista y avanzamos hacia un sistema económico e ideológico basado en el bien común, la cooperación, la justicia social, la equidad y la solidaridad.

Esperemos que la salida de esta crisis sea «una oportunidad» para ello. Que el «solo juntos lo conseguiremos» no se olvide tras ella. Y que, después del coronavirus, haya un auténtico Pacto de Estado, consensuado por todos, que blinde y destine cantidades escandalosas de nuestros presupuestos a la Sanidad Pública, a la Educación Pública, a los Servicios Sociales Públicos, a las Pensiones Públicas… Que aprendamos de una vez por todas que el capitalismo y la ideología neoliberal que lo sostiene es tóxico para la especie y el planeta. Y que, sin ayuda mutua, sin cooperación, sin solidaridad y justicia social estamos abocados a la extinción como especie y como planeta.

NOTAS

[1] Scott Curry, O., Mullins, D. A., & Whitehouse, H. (2019). Is it good to cooperate? Current Anthropology60(1), 47-69.
[2] Margulis, L. et al. (2002). Una revolución en la evolución. Valencia: Universitat de Valéncia.
[3] Sandin, M. (2010). Pensando la evolución, pensando la vida. La biología más allá del darwinismo. Cauac: Nativa.
[4] Puche, P. (2019). Hacia una nueva antropología, en un contexto de simbiosis generalizado en el mundo de la vida. Papeles de relaciones ecosociales y cambio global, 147, 15-34.
[5] Vivero Pol, J.L. (2019). La España vacía está llena de bienes comunes. Papeles de relaciones ecosociales y cambio global, 147, 85-97.

Acracia y democracia: atando cabos

«Nada de lo que haya acontecido ha de darse por perdido para la historia»
Walter BenjaminEntre «acracia» y «democracia» discurre una larga historia de encuentros y desencuentros. En realidad, más de desavenencias que de connivencias (y no digamos ya de confluencias). Aunque ambos términos, nombres femeninos, tiene la misma raíz, en este caso el hábito no hace a la causa. El sufijo griego «kratia», equivalente a fuerza, autoridad o gobierno, compromete a los dos conceptos. Pero justamente a la inversa. Incorporado al prefijo «a», se traduce «sin gobierno», y precedido de «demos» significa «el gobierno del pueblo». En ese contexto sintáctico y epistemológico se ubica la tarea de explorar potenciales afinidades entre «acracia» y «democracia». Algo que, a priori y desde las categorías del presentismo dominante, viene ya de fábrica prejuzgado con vehemente hostilidad. La mala reputación de la voz «democracia», hoy asociada con el capitalismo en su formato de «neoliberal y/o representativa», inspira un negacionismo militante para buena parte de la izquierda, ya sea libertaria y/o autoritaria.

Lo de «acracia», como su más genérica «anarquía», definida por el geógrafo Eliseo Reclus como «la más alta expresión del orden», entraña otras opacidades. Se refiere, a pesar de la abundante polisemia que incorpora, a un sistema de organización de la sociedad (el «demos» ampliado de la antigüedad clásica) que prescinde del «gobierno» (del gobierno del Estado, con mayor precisión) para constituirse. Definición que adquiere perspectiva cognoscente si la enriquecemos en la comparativa con los otros dos sinónimos de «kratos» que mejor le cuadran: «autoridad» y «fuerza». Así cotejada, la «acracia» sería un modelo de convivencia que difumina la fuerza coactiva (otra vez, del aparato del Estado, que como sabemos desde Max Weber es el artefacto que ostenta la patente de su uso legítimo) y el principio de autoridad (nicho donde anida la servidumbre voluntaria) para definir su régimen. Lo que conlleva, desde su haz, a negar la necesidad de un orden vertical y jerárquico de arriba-abajo (descendente de menos a más), y, visto desde su envés, la confianza en la capacidad de autoorganización (regulación directa) de las personas para administrarse en común.

Recalcando lo de «en común», porque un «individuo» aislado (se me permitirá la redundancia) carece de vínculos, es como un náufrago a la deriva en la inmensidad de un océano estéril, sin eticidad. Como sostiene el filósofo Emmanuel Levinas «el ser no existe nunca en singular», una actualización de aquel «zoon politikón» de Aristóteles, que en Bakunin cristaliza en forma de solidaridad al enunciar su idea de libertad: «Soy libre solo cuando todos los seres humanos que me rodean son igualmente libres. La libertad de los demás, lejos de restringir o de negar mi libertad, es por el contrario su condición necesaria y su confirmación». Posicionamiento el del gran agitador ruso que pivota en las antípodas del positivismo jurídico que al modo de Isaiah Berlin discrimina (ojo a la curiosa semaforización maniquea) entre «libertades positivas» (las autorizadas desde y por el Poder) y «libertades negativas» (las que nacen de la propia autonomía de la persona en su interacción social). Lo que en la vida corriente se asimila con esa especie de reserva del derecho de admisión, sensu contrario, que predica «mi libertad termina donde comienza la libertad de los demás» y viceversa. Hoy declamada a la oriunda manera ultrapopulista «los nuestros, primero».

Hablamos ciertamente desde la profundidad de los tiempos en que las ideas ensamblaron palabras y cosas. En nuestro entorno cultural el término «acracia» apareció por primera vez en el Diccionario de la Lengua Castellana de D. M. Núñez de Taboada, editado en París en 1825. Por su parte, la voz «democracia» venía de antaño, mostrándose en letra impresa en el lejano 1607 a través del Tesoro de las Lenguas Francesa y Española, debido a Cesar Oudin. Como Napoleón ante las pirámides de Egipto, podemos decir que «muchos siglos les contemplan». Con todo y eso, ambas propuestas no son unívocas, tanto «acracia» como «democracia» están transidas por acepciones varias, que aplicadas a la política cotidiana derivan en tergiversaciones que se despliegan a gusto del consumidor.

Aunque en puridad anfibología «democracia» parece tener aristas inmarcesibles. El saber convencional admite como patrón que así denominamos a un sistema político basado en el «gobierno del pueblo». Incluso, y para mayor abundamiento, este registro se suele completar añadiendo el correlato que Abraham Lincoln universalizó en su discurso del 19 de noviembre de 1863 para conmemorar la batalla de Gettysburg: «el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo». Algo que recuerda a otro hecho de guerra, la oración fúnebre de Tucídides tras la derrota ante los espartanos donde apareció por primera vez la expresión «democracia». Aquí, pues, la clave, al contrario que en la «acracia», estaría en el calificativo «pueblo». ¿Quién compone el «pueblo»? ¿Es una estadística demográfica? ¿Cuáles son sus atributos? Sin recurrir a demasiados artificios ni sofisticaciones, parece lógico afirmar que el «pueblo» lo integra la mayoría de la población (activada o silente). Cuando no el sector de la población más desfavorecido y pobre, que por esa condición doliente suele ser la clase más numerosa. En la democracia así rotulada el poder de gestión lo detentarían los de abajo, el estamento con mayor base de la pirámide social. El laberinto del minotauro, no obstante, se complejiza aún más cuando se mimetiza en proyecciones espacio-temporales como «democracia burguesa», «democracias populares», donde el adjetivo coyuntural de-vora al sustantivo perenne.

Establecido y desarrollado este pautado, podemos entrever que entre «acracia» y «democracia» existe más que un aire de familia, por utilizar la conocida expresión, aunque ciertamente no puede hablarse de parentesco. El horizontalismo que implica el sesgo abajo-arriba (una casa no se empieza por el tejado sino por los cimientos), consignado en la «acracia», goza de parangón y proximidad con el gobierno de la mayoría que singulariza la «democracia», ambos términos idealmente considerados. Parece coherente, pues, deducir que si en democracia son los más los que deciden, nadie en particular manda. Justamente el espíritu que fecunda a la acracia. De ahí que, en un ejercicio que tiene mucho de experimental y proyectivo, hace tiempo me haya arriesgado a pensar la «acracia» y la «democracia» como realidades paralelas condenadas a entenderse, vasos comunicantes malgré lui, porque en ambas mana idéntico alfaguara. Atando cabos. Razón por la cual considero que cabría hablar de un híbrido llamado «demo-acracia», al que supondríamos una democratización de la acracia y una acratización (o anarquización, si mejor se quiere) de la democracia. Un ayuntamiento dúplex con lo mejor de cada microcosmos. Algo que podría servir para explorar nuevas posibilidades políticas cara al siglo XXI, superando las limitaciones de la «acracia» como opción de minorías escasamente representativas (el clásico sambenito de utópica) y rescatar valores de la democracia en cuanto a proveedor de participación política, más allá del anquilosamiento que supone su constante parasitación por los partidos y la cosificación del voto como valor de cambio.

Y vayamos del lado de las inclemencias. Lo que aquí y ahora aleja a la «acracia» de la «democracia» es que la primera se estructura y escalona confederalmente, bajo el signo de la acción directa y, causa y efecto a la vez de ese esquematismo en la intermediación, sin protagonismo de liderazgos inhibidores y jibarizantes de la propia autonomía. Mientras la segunda exige la prótesis de la representación entendida como delegación e, inherente a esa especie de cheque en blanco de los más hacia los menos, encarnado en la maximización y disciplinamiento de un tipo de paternalismo solo consentido en el universo infantil y en el operativo castrense. El simulacro de elección sobre el panel de listas cerradas y bloqueadas; el ascendente del partido sobre los representantes electos; el cortoplacismo gubernamental afecto en primera instancia a capitalizar rendimientos para el grupo político vencedor; y los barreras de salida levantadas para dificultar la expulsión de la función representativa a electos que han sobrevenido corruptos, fraudulentos o venales, son las señas de identidad del modelo de democracia realmente existente frente al ideal de democracia de proximidad anatemizado como irrealizable.

La generalización de las sociedades a escala, propias del desarrollismo demográfico y la masiva urbanización, se argumenta como razón de ser de esa mediación política. Y, a la inversa, como atavismo obsolescente, propio de etapas «prepolíticas», en el caso de la democracia vis a vis que se pregona del estereotipo ácrata. Pero es precisamente en esta encrucijada donde en la actualidad postmoderna refulge una cadena de valores compartidos. La creciente incapacidad del modelo vigente para atender la demanda de una sociedad organizada sobre vectores de libertad, igualdad, solidaridad, prosperidad y respeto de los derechos humanos, un formato que hurta la experiencia de autogobierno de las personas en favor de la profesionalización política, está ya en la diana del debate intelectual. Son muchos los sociólogos y politólogos que alertan sobre el proceso de destrucción de la democracia por su subordinación al capitalismo neoliberal, hasta el punto de producir auténticas mutaciones en su ecosistema. El caso de la China, megapotencia a la vez capitalista y comunista, sería el referente más capcioso. De ahí que estos expertos y teóricos estén desandando el camino de la heteronomía imperante, descubriendo un decrecimiento político (que conlleva otro similar económico) sobre los sillares de la «vieja» democracia directa inserta en la autorrealización individual y colectiva.

En ese plantel, cuya exposición rigurosa requeriría otras tribunas, encontramos opiniones sobre la desescalada de la democracia neoliberal, como la de André Blais, director del Centro de Investigación en Estudios Electorales en la universidad canadiense de Montreal («Hay que probar el sorteo, en pequeñas dosis, para elegir a nuestros representantes», o la de Christian Salmon, autor de Story telling y La era del enfrentamiento, un suma y sigue sobre la brecha abierta entre representantes y representados («Solo podemos contar con la entropía del propio sistema, con el hecho de que, llegado cierto punto, nos demos cuenta que resulta imposible comunicarnos»). Pero sobre todo son especialmente relevantes las aportaciones contenidas en dos obras de reciente publicación: Vida y muerte de la democracia, de John Keane, profesor de política en Sidney (Australia) y en el Wissenschaftszentrum de Berlín, y Demópolis, de Josiah Ober, catedrático de Clásicas, Teoría Política y Filosofía en Stanford (EE.UU.). A los efectos de nuestra exploración demo-acrática, del voluminoso trabajo donde Keane desarrolla el concepto de «democracia monitorizada» reseñamos lo que define como «regla número: tratar el re-cuerdo de las cosas pasadas de la democracia de manera tan vital como sus presentes y futuras» (pág. 850). De Ober su énfasis en repensar la teoría y la práctica de la democracia existente antes del liberalismo, cuando primaba el autogobierno colectivo, porque «[…] en la medida en que una sociedad democrática reduce la presión de la jerarquía del estatus y del control relacionada con la autocracia, se convierte, en general, en un elemento favorecedor para el bienestar humano» (pág.139).

La fructífera trabazón pasado-presente que consignan estos dos investigadores tiene también su huella en los anales del pensamiento anarquista. Desde un Pierre Josep Proudhon, el «padre» de la idea ácrata, que anunciando el contenido de su libro La capacidad política de la clase obrera, escrito en 1864, sentenció: «No encontrarán en él más que una sola idea: la Idea de la nueva democracia», hasta lo expresado más de un siglo después por un libertario no menos talentoso, el italiano Amedeo Bertolo, al identificar la anarquía como «una forma extrema de democracia».

Rafael Cid

Publicado originalmente en el periódico Rojo y Negro # 340, Madrid, diciembre 2019. Número completo accesible en http://rojoynegro.info/sites/default/files/rojoynegro%20340%20diciembre_0.pdf

El futuro del apoyo mutuo: Ursula K. Le Guin contra la ciencia ficción neoliberal

Es posible entender los productos de la cultura comercial como encarnaciones de diversas especies de delirios colectivos, es decir, como síntomas que expresan con exactitud, para quien sabe leerlos, cierto estado anímico de la sociedad, manifestando sus obsesiones, miedos y deseos más profundos. Desde este punto de vista, no tanto crítico sino clínico, resulta interesante tomar algunas producciones al azar que dibujan el arco completo de la dominación neoliberal. En busca del arca perdida de Spielberg, de 1981, es una especie de western imperialista que se desarrolla a escala planetaria, y expresa el momento de la utopía neoliberal triunfal y ascendente. Pero a diferencia de los héroes del western clásico, Indiana Jones es tan infinitamente superior a sus enemigos, tan sumamente inteligente, rápido, listo, guapo, fuerte, hábil, resistente y prácticamente inmortal que flota por encima de cualquier relación humana real: no es tanto un héroe dramático como un superhéroe. Por eso, a pesar de ser un gran producto de entretenimiento (o un ejemplo muy logrado de escritura cinematográfica, como diría Robert Bresson), la película es incapaz de plantear el menor problema moral o de rozar algo de la complejidad de la vida adulta real. El “realismo capitalista” (Mark Fisher) naciente es en el fondo incapaz de todo realismo y solo se mueve a gusto en la irrealidad. Leer más

El Salto

Ante la cumbre climática de Madrid 2019

[Superar el capitalismo para salvar el planeta]

El pasado 1 de noviembre, la Mesa de Gobierno de la Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático decidió que la próxima cumbre del clima de 2019 (COP25) se celebrase en la ciudad de Madrid, bajo la presidencia de Chile y el apoyo del gobierno español.

Ninguna de estas cumbres ha servido para frenar la crisis climática. Los compromisos a los que llegan los países no se cumplen y otros tantos continúan desarrollando políticas que atentan contra el planeta. Pero no se trata solo de analizar qué políticas practican qué países con más o menos hegemonía en la geopolítica internacional. Hay un problema central que es la raíz que causa la crisis climática, y que los estados no se van a plantear: el sistema económico capitalista.

Un tercio de las emisiones de carbono las emiten grandes compañías de combustibles  fósiles como el petróleo, el gas natural o el carbón. Empresas como Saudi Aramco, Chevron, Gazprom, Exxon Mobil, National Iranian Oil Co, BP etc.[1] La contaminación a través de este tipo de energía está intrínsecamente relacionada tanto con la extracción y el procesado del producto como con su uso en la industria y el transporte y la emisión final de los distintos tipos de gases contaminantes a la atmósfera. Estas empresas están repartidas por todo el globo, por lo que no es un problema local de una zona concreta del planeta. Es un problema a nivel internacional en los cinco continentes. Y muchas de estas empresas radican precisamente en países que no acatan las decisiones que se toman en las cumbres. Además, este tipo de empresas forman lobbies y grupos de presión para forzar a los gobiernos a que desarrollen políticas que las beneficien económicamente.

Y no son solo las clásicas empresas de hidrocarburos y combustibles fósiles las que contaminan. El uso de las nuevas tecnologías y la adaptación del trabajo, la producción y el consumo a la nueva era digital traerán consigo la necesidad de la explotación, procesado y comercialización de minerales como el litio, vanadio, berilio, germanio, niobio y otros minerales raros[2]. Las nuevas tecnologías son un sector estratégico en la geopolítica internacional, dado que las economías de las sociedades desarrolladas van a depender de los productos derivados de estos minerales. Es más, muchas de las energías limpias que se puedan desarrollar en un futuro van a depender íntegramente de estos minerales. Para extraer y explotar este tipo de minerales, se devastan cientos de miles de kilómetros de terreno, arrasando ecosistemas enteros y desplazando sociedades, destruyendo sus formas de vida. La consiguiente dependencia económica de los países desarrollados de este tipo de minerales va a requerir acelerar la devastación que ya se da en continentes como África, América o Asia.

El proceso de degradación climática no se debe a causas naturales, está ligado intrínsecamente con el sistema económico capitalista. El proceso de industrialización del siglo XIX, la explotación del combustible fósil, la explotación de la minería a gran escala, así como las grandes empresas y gobiernos que se han beneficiado explotando el planeta hasta superar su capacidad de regeneración, son los culpables directos de la degradación ambiental actual.

Y en la península ibérica ya se notan consecuencias[3] como:

– Disminución de las lluvias de forma consecutiva.

– Aumento de la temperatura: más frecuencia de días con temperaturas máximas y extremas.

– Disminución de la cuenca hidrográfica, que tiene como consecuencia directa la disminución de recursos hídricos.

– Más facilidad de adaptación de especies invasoras tropicales.

– Desertización de la península con la consecuencia de la pérdida de suelo fértil.

– Aumento de los incendios.

– Aumento de la temperatura del océano con la consecuencia directa de la acidificación y la modificación de la distribución de las especies marinas.

El planeta tiene un problema grave, y este es el capitalismo. Los compromisos y ciertas políticas que se puedan adoptar en esta y posteriores cumbres climáticas no van a atajar el problema. Los estados seguirán beneficiando a las grandes compañías antes citadas y a las grandes industrias eléctricas, como ha estado pasando en España con el polémico «impuesto al sol». La COP25 da por hecho que el cambio del clima es inevitable, por lo que es solo un engranaje del sistema capitalista para garantizar que este se siga desarrollando y adaptando a nuevas exigencias por el cambio de las condiciones climáticas.

El planeta solo puede salvarse cambiando el modelo productivo y de consumo por un modelo socialista que esté enfocado en las personas y el planeta, y no a los intereses geopolíticos de los estados o las grandes corporaciones empresariales. Un modelo económico que:

– Respete la naturaleza y la biodiversidad.

– Que socialice los medios de producción con el fin de superar el sistema capitalista.

– Que lo gestionen los trabajadores por sí mismos a través de federaciones de producción y consumo.

– Basado en la cooperación entre personas y sociedades, nunca en la competición.

– Con un modelo científico al servicio de las personas y de la biodiversidad del planeta.

Por la anarquía.

[1] https://www.theguardian.com/environment/2019/oct/09/revealed-20-firms-third-carbon-emissions

[2] https://www.elmundo.es/papel/historias/2019/09/26/5d8b7ca121efa0c7778b4614.html

[3] https://www.nationalgeographic.es/medio-ambiente/2017/10/el-cambio-climatico-en-espana-impacto-y-consecuencias

Grupo Anarquista Tierra
Federación Anarquista Ibérica (FAI)

Anarquismo y epístemes

J. Rodríguez, O. Salgueri y A. Sánchez

El anarquismo, más allá de cualquier acepción romántica, no puede entenderse como una ideología del pasado, pese a los continuos intentos de los discursos dominantes por fechar su desaparición en mayo de 1937 tras los “sucesos de la semana trágica” de Barcelona. Mientras que en España sobrevivió en la clandestinidad y en el exilio, en otros países iría cristalizando en algunos de los denominados nuevos movimientos sociales que irían desde el pacifismo y el antimilitarismo hasta los ecologismos y movimientos antidesarrollistas, pasando por los postfeminismos. Negar su extinción, claro está, no implica afirmar que el anarquismo hoy está en todas partes, como postula Nato Thompson, comisario de arte en Creative Time, al observar que el anarquismo se ha convertido en un estilo de vida y ha originado un tipo de personas que denomina anarchists lifestyle, distintos de los punks y los okupas de hace 20 años, y entre las que incluiría también los hipsters, en tanto que nueva generación urbana distinguida estéticamente como grupo con identidad propia, consumidora cultural fuera del mainstream, que monta en bici y participa en jardines comunitarios (Thompson, 2013: 53).

Fruto de la supervivencia marginal y a pesar de la merma intencionada del movimiento por la represión franquista y más tarde por los efectos de una memoria histórica interesada, el anarquismo en el Estado español sigue estando presente en distintos ámbitos de las luchas sociales. En el ámbito laboral, la centenaria Confederación Nacional del Trabajo, o CNT, aunque debilitada en lo que atañe al número de afiliaciones, ha acogido a una nueva generación de anarco-sindicalistas que siguen entendiendo la acción sindical y la autogestión obrera como instrumentos útiles en la emancipación del proletariado, y ahora también del precariado, cognitoriado y cuantos “-ados” permita la neo-lengua postmoderna. Junto a esta, se encuentra la Confederación General del Trabajo, o CGT, sindicato resultado de una escisión de la CNT y con tendencia libertaria. Además de en el pacifismo y el antimilitarismo, el anarquismo también cobró especial relevancia en el movimiento de insumisión; al igual que en el ecologismo, donde muchas de las luchas anti-desarrollistas más significativas de las décadas anteriores, como la del pantano de Itoiz, recuperaron el concepto del “deber de desobediencia civil” de Henry David Thoreau, exponente del anarco-individualismo estadounidense del siglo XIX (Casado da Rocha y Pérez, 1996). Además, a partir del 15-M y de otras luchas sociales posteriores que han surgido de este entorno, como los colectivos contra los desahucios, los grupos antirrepresivos o las cooperativas integrales, es común ver entre sus filas también a militantes libertarios, hombres y mujeres anarquistas sacando adelante proyectos políticos con mayor o menor éxito junto a otras personas afines de la misma o diversa ideología, pero con objetivos y modos de hacer comunes.

Mención aparte merece Internet, pues el número de páginas webs anarquistas es prácticamente incalculable y están alojadas en servidores de todo el planeta y en casi todos los idiomas. Desde archivos universitarios hasta páginas de contra-información, pasando por espacios de colectivos e individualidades de las más diversas escuelas y tradiciones libertarias. Síntoma de la pervivencia de un elemento clásico del anarquismo, la difusión cultural y la autogestión informativa, es que ahora en la red se han multiplicado exponencialmente el número de publicaciones y quizás también de lectores. Este sería un estupendo campo de estudio para la emergente etnografía virtual que también tendría cabida en una propuesta factible de epistemología anarquista contemporánea.

Pero es en el ámbito de la cultura y la razón crítica donde el anarquismo se ha desarrollado con mayor vitalidad: desde los ateneos libertarios hasta publicaciones periódicas dispares como las revistas Ekintza Zuzena, El Viejo Topo o Germinal. Revistas de Estudios Libertarios que se han mantenido durante décadas, pasando por editoriales como la Fundación Anselmo Lorenzo o LaMalatesta, distribuidoras alternativas y antiautoritarias, librerías, etc. Esto queda demostrado a partir del excelente inventario de Joël Delhom (2012) de libros, folletos, tesis y tesinas en castellano, catalán, gallego y francés (y algunas en alemán, inglés e italiano) sobre el anarquismo español entre 1990 y 2011; los resultados hablan por sí mismos: 464 entradas repartidas entre temáticas como guerra civil, resistencia antifranquista, cultura, educación, anarco-feminismo, sexualidad, etc. Este acerbo cultural, sin duda, ha sabido inseminar a parte de una sociedad española que pronto se atrincheraría en la profilaxis del pensamiento único.

La cuestión pendiente es entonces encontrar esos otros nuevos espacios y prácticas que podríamos denominar anarquistas y/o libertarios. Sin ser el interés de este texto, la controvertida distinción entre anarquista y libertario/a puede resultarnos útil en esta búsqueda. Entre los defensores de distinguir entre uno y otro término se encuentra Carlos Taibo, para quien el adjetivo anarquista “tiene una condición ideológico-doctrinal más fuerte que la que corresponde al adjetivo libertario”; por ejemplo, señala, “un anarquista es alguien que ha leído a Bakunin y a Kropotkin, y que se identifica con sus ideas”. Libertario, por su parte, “tiene un sentido más amplio, en la medida en que remite a la condición de muchas gentes que, anarquistas o no, apuestan por la asamblea, por la democracia directa y por la autogestión, y rechazan jerarquías y liderazgos” (Taibo, 2013). Es probablemente en esta segunda acepción donde podrían enmarcarse numerosas y diversas propuestas políticas que han emergido con intensidad en los últimos 20 años desde el pronunciamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en San Cristóbal de las Casas el 1 de enero de 1994. Bajo la amenaza de un capitalismo que se desmiembra por momentos, llevándonos al colapso, gana peso la propuesta libertaria que apuesta por una organización social desde abajo, la autogestión y la des-mercantilización de la vida cotidiana. Una propuesta a la que se han adherido, entre muchos otros, el activismo antiglobalización de las contra cumbres, los colectivos Food Not Bombs, las asambleas barriales y fabriles en la Argentina del cacerolazo de 2001, el 15-M en el Estado español, el Ocuppy movement norteamericano, los colectivos por el decrecimiento o los bancos del tiempo que están inspirados en la Cincinnati Time Store del anarquista norteamericano Josiah Warren.

En este orden de cosas, y siguiendo a Colin Ward, las ideas libertarias que más fuerza han cobrado desde la caída del muro de Berlín, pasando por el movimiento antiglobalización hasta los presentes Occupies e Indignados, son aquellas que hacen hincapié en la estructura de las organizaciones, ya sean movimientos sociales, ya sean colectivos, y formas de llevar a cabo las reivindicaciones, por ejemplo, la acción directa y la desobediencia (Ward, 2013), así como la denuncia del colapso anunciado de los Estados-nación en la mundialización político-económica. Como Manuel Castells señalaba en un artículo de opinión cuatro días después del asesinato de Carlo Giuliani en julio de 2001 en la contra-cumbre de Génova y refiriéndose a la pluralidad de integrante del movimiento antiglobalización: “Otros se declaran abiertamente anti-sistema, anticapitalistas desde luego, pero también anti-Estado, renovando los vínculos ideológicos con la tradición anarquista que, significativamente, entra en el siglo XXI con más fuerza vital que la tradición marxista, marcada por la práctica histórica del marxismo-leninismo en el siglo XX”.

[Tomado de “Una mirada libertaria a la investigación social”, artículo incluido en la compilación Miradas libertarias, texto que en versión completa está disponible en